martes, octubre 19, 2010

Amor loco

Sin pretensión de exhaustividad, una última figura de amor. Hubieron quiénes, tras la I Guerra Mundial, no conformes con la vida y el amor que les proporcionaba la realidad se empeñaron en buscar otra vida, otro amor, en la surrealidad. ¿Quién no ha experimentado en su breve y precaria existencia la sensación de desvío? ¿Quién no ha sentido que se adentraba temeroso por circuitos sin explorar? Sin duda, en mayor o menor medida, quién más o quién menos se ha encontrado ante lo desconocido cuando se ha visto preso del amor. Siempre hay algo novedoso en el amor, éste te abre a lo desconocido, te extrae de la rutina, de la repetición de lo siempre igual. No digo hasta aquí, creo, nada que nadie no sepa. No obstante, tema complicado el del amor. Quizá sea capaz de decir lo que quiero decir haciendo acopio de un capítulo breve de mi biografía reciente. No suelo ni me gusta hacerlo, tampoco lo considero muy apropiado. No obstante, siendo muy difícil pasar por el filtro impersonal del concepto las cuestiones del amor, apostaré por el género histórico manido de relato autobiográfico. De paso, o igual no tan de paso, pueda así también realizar mi propio y breve encomio a lo que me deparó el azar y que, aún a día de hoy, por suerte, por inexplicable suerte, me sigue acompañando.

Un fin de semana como tantos otros me dispuse a salir de cena por Barcelona con los amigos, fue la primera vez que nos vimos. El encuentro entre ambos, hablo de tí y hablo de mí, hablo de nuestro encuentro, no respondió a plan preestablecido alguno. Tú andabas con tus miserias y yo con las mías. Fue el azar el que quiso que se cruzaran nuestros caminos, un azar que dispuso que yo fuera amigo de tus amigos, o tú amiga de los míos, que ese día yo me decidiera a salir con ellos, que tú, sin saberlo, me siguieras en ese mismo empeño. Ese día podría haberme encontrado indispuesto por otro compromiso, por una flaqueza de mi carácter maltrecho en desamores, porque me hubiere caído un ladrillo en la cabeza o porque, qué sé yo, me hubiera aquejado un dolor de apéndice o una migraña de esas que me acompañan siempre. No fue así y tampoco a tí te ocurrió nada similar. Cada uno trazaba su propio camino, tú el tuyo, yo el mío y, sin embargo, allí coincidimos los dos. Aquél día no nos buscábamos, nos encontramos.

Después pasaron los días o quizá los meses, ya no recuerdo muy bien, y una tarde que yo llegaba a la Facultad haciéndome cábalas filosóficas, tú salías de allí como ausente, quejándote contigo misma de lo mal que te trataba la vida y de lo soporífero de algunos profesores doctos en historia. Así, nos cruzamos de nuevo por capricho de la diosa Fortuna y quiso ésta, a su vez, que no me vieras, o que no quisiéras verme, nadie lo sabe ni nunca me lo has querido decir. Por azar confluímos de nuevo, sí, por azar, por ese azar objetivo formado de recorridos urbanos que día a día protagonizan millones de transeuntes anónimos, recorridos exteriores cuyas líneas figuran un laberinto vivo para el que no hay mapa alguno ni hilos de Ariadna. ¿Debía ser así o podría haber sido de otra manera? Pregunta ésta tópica pero no por ello poco enigmática e interesante. Sólo esa divina mujer tiene la respuesta a esta pregunta, esa mujer caprichosa que nos toma en sus brazos circulares de vez en cuando y que nos hace rodar de aquí para allá, de allá para acá, de abajo hacia arriba, de arriba hacia abajo, según su antojo más arbitrario. De este nuevo encuentro exterior sólo quedó una recriminación efímera por tu despecho o por tu despiste, tanto da, y una necesidad interna urgente, un vínculo, que comenzó a brotar de mí. A esta necesidad algunos la llaman, parece que más apropiadamente, deseo. Recuerdo que en aquellos tiempos vagaba yo ansioso por todos lo recobecos de la realidad buscando lo que esa misma realidad me negaba a cada paso, era ese encuentro contigo el que buscaba pero no era, ni podía serlo, consciente. Estando en el origen de toda conciencia los múltiples abatares azarosos que nos depara la vida dicha conciencia sólo puede ser efecto de una ilusión retroactiva.

Pero aquella confluencia mágica, entre mi impulso interno que no hallaba en qué volcarse y tu figura casi espectral venida por uno de esos tantos senderos laberínticos, hizo brotar mi amor, me imantó a tí sin remedio. No sé si ese momento fue también el tuyo, esto rondaría ya el milagro, o si a tí te aconteció lo análogo más tarde o más temprano. Después de leer esto quizá me lo expliques de aquí a unos instantes. En todo caso, como sé que te gusta que haga explícitas mis fuentes, a esto los surrealistas lo llamaban azar objetivo, «una forma de necesidad exterior que se abre camino en el inconsciente humano». André Breton dixit. Éste es el milagro del amor, de los amores, de nuestro amor. El amour fou son esos encuentros maravillosos de dos, encuentros que prenden y duran haciendo florecer lo nuevo, lo nuevo de dos que son ya un uno singular que no había y del uno que, paradoja loca, no deja de ser dos. Lo nuevo que, como bien sabes por tu vientre materno, da lugar a lo nuevo.