martes, mayo 15, 2007

Continuidad de los parques

Un maravilloso cuento de Cortázar en el cuál volvemos a encontrar esa topología de la banda de Moëbius con que ya nos habíamos topado en el materialismo histórico, en la dinámica del deseo, en el síntoma, incluso en la obra de arte modernista. El marco siempre forma parte del propio contenido enmarcado...

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

jueves, mayo 03, 2007

Del concepto de “amor” y “lucha” en Hegel

Si la autoconciencia no encuentra satisfacción sino en otra autoconciencia entonces cada autoconciencia reclama de la otra el reconocimiento de sí misma. Así, la relación de las conciencias entre sí pasa por el enfrentamiento.

El joven Hegel había entrevisto la solución de este nudo dialéctico en el ideal de amor cristiano buscando más una conciliación entre las autoconciencias, un reconocimiento mútuo. En el amor desaparece lo tuyo y lo mío. En el amor la oposición entre conciencias se resuelve en comunión. El que ama está dispuesto a reconocer al otro, aún antes de ser reconocido por él. Así, el amor es reconocimiento mutuo, es la revelación mutua de dos seres, el uno se revela al otro y cada uno a sí mismo. Ahora bien, presupuesta la lucha como la fuente del proceso dialéctico mismo, de la dialéctica entre amo y esclavo, el perdón y la reconciliación presuponen claramente el enfrentamiento, al menos como etapa prevista. Esto es lo que Hegel nos ha mostrado con la dialéctica entre amo y esclavo.

Es más, bajo aquella primera concepción se obvia el aspecto de lucha implícito en el amor mismo, cuando le decimos al otro “Te quiero, te amo” ya tenemos ahí algo perturbador, violento, un aspecto de lucha, ya hay ahí una búsqueda de reconocimiento por parte del otro. De hecho, en mi opinión, el amor implica siempre lucha, se ama al enemigo combatiéndolo, el esclavo ama al señor negándolo en tanto que señor y, por tanto, negándose a sí mismo como esclavo, afirmando su libertad. Hoy, por ejemplo, en el plano del multiculturalismo cuando se proclama “¡Oh! Yo respeto tus costumbres...” se afirma un racismo repugnante y sibilino, una especie de “pobrecito el africano, el musulmán...”, en mi opinión, un auténtico reconocimiento del otro pasa por la posibilidad de su negación, el propio acto de negar al prójimo supone su reconocimiento previo. En este sentido, me posiciono con Hegel en su transición del concepto de amor al de lucha, es más, pienso que en el segundo puede recogerse el primero en la medida que se entiende el amor como reconocimiento recíproco en la lucha dialéctica.