martes, octubre 31, 2006

Doctrina del eterno retorno


Una manera de plantear la doctrina del eterno retorno no como principio metafísico sino como principio moral, esto es, como punto de arranque para la toma de decisiones, como punto de partida para guiar una práctica moral, para determinar y regular nuestra conducta.


Imagina que el universo nunca tuvo un principio ni nunca tendrá un final sino que existió infinitas veces en el pasado y se dará infinitas veces en el futuro. Además, este universo se repite cíclicamente idéntico a sí mismo, siempre termina consumido en un fuego ígneo para después, una vez purificado, reproducirse nuevamente de igual forma. Este mundo siempre se repite igual porque es completamente racional, en él sólo hay necesidad, una suma de causalidades, no hay lugar para la contingencia, para el azar. Además, es el mejor de los mundos posibles porque su racionalidad inmanente es expresión de su divinidad. Este es, sucintamente, el modelo cosmológico de los estoicos.

Ahora llega lo interesante. Inmersos en esta cosmovisión, ¿qué principio moral adoptar?

Hay dos posibilidades:

La primera ve dicho orden como una fatalidad, hagas lo que hagas tu destino se encuentra prefijado, identificado con la providencia divina, atrapado en una sucesión de hechos insoslayable. Por más que quieras, la realidad es la que es, estás atado al transcurrir de los acontecimientos que se repite siempre idéntico, te encuentras en una rueda que gira sin cesar siempre en un sentido bien determinado. Sólo puedes vivir felizmente si vives acorde a la naturaleza, si aceptas su fatalidad, o, caso contrario, puedes rechazar la naturaleza pero verte igualmente arrastrado a disgusto por su devenir.

La segunda posibilidad la desarrolló Crisipo, el estoico de mayor talla intelectual, con vistas a liberar a la moral estoica del pesimismo. El eterno retorno de lo mismo no debe ser visto como una fatalidad sino todo lo contrario. Para Crisipo cada instante reviste del carácter de acontecimiento. En cada instante tenemos la libertad y la gran responsabilidad de decidir el sentido de lo que ya pasó y de lo que ocurrirá por siempre jamás. Crisipo nos dice tomes la decisión que tomes hazlo pensando que ello se repetirá siempre, indefinidamente, por los tiempos de los tiempos, con los ciclos del universo. En esta concepción, pasado y futuro cobran sentido en el presente. El sabio estoico no está paralizado a una imagen del pasado o del futuro, no vive con la mirada puesta en lo ya ocurrido o con la esperanza en un futuro mejor sino que actúa intentando dotar de sentido, en cada instante presente, al pasado y al futuro. Lo que pasó puede ser interpretado con una significación u otra en función de lo que hagas ahora, lo que pasará en el futuro dependerá también de lo que ahora decidas. El acontecimiento, el ahora, es el momento de máxima libertad y creatividad, es un instante en que el significado se proyecta hacia el pasado y el futuro.

Ahora, dime, ¿qué vas a hacer?

¡ Hagas lo que hagas piensa que ha sido, es y será lo que se repetirá eternamente !

¡Decide bien!

sábado, octubre 21, 2006

Zenón de Elea y nuestro lenguaje...


"El segundo es el llamado de "Aquiles" y consiste en lo siguiente: el corredor más lento no será nunca adelantado por el más rápido; pues es necesario que antes llegue el perseguidor al punto de donde partió el perseguido, de modo que es preciso que el más lento vaya siempre algo delante. Este argumento es el mismo que el que se basa en la bisección, pero se diferencia de él en que no divide en mitades el espacio sometido a sucesiva consideración." (Aristóteles, Física, Z 9, 238 b 14; extraído de Kirk y Raven, Los Filósofos Presocráticos, Editorial Gredos)


Jorge Luis Borges quedó literalmente hechizado por las paradojas de Zenón, paradojas que no son debidamente pensadas y que dan lugar a la risa y la guasa de los ignorantes, incluso algún que otro incauto se lanza a correr creyendo refutar al sabio de Elea. Las aporías de Zenón, pongamos la de Aquiles y la tortuga, se han interpretado en clave agonística, como lucha entre una concepción que defendía el movimiento frente a otra que aspiraba a sacralizar el carácter estático de la realidad. No obstante, no es esta interpretación la que cautivara el pensamiento borgiano, hay una compresión del enigma aporético expuesto por Zenón mucho más profunda, a saber la escisión habida entre, por un lado, el logos, el discurso, las palabras, nuestros aparatos conceptuales y, por otro lado, la realidad misma, la physis. Zenón expresa a través de sus aporías la ruptura que hay entre el pensar y el ser, entre las palabras y las cosas. Ahora bien, si tal y como nos sugiere Zenón hay una escisión abismática entre el pensar y el ser, parece entonces que tras Platón nos queda únicamente el universo borgiano de la Biblioteca, de la palabra escrita, ese laberinto de signos, negro sobre blanco, por el que perdernos sin remedio alguno. La palabra es a Borges lo que los átomos son a Epicuro, el principio mismo de la realidad, el arjé, y una vez producido el clinamen, esa desviación originaria que posibilita el orden a partir de la simple contingencia, surge nuestro mundo, el universo de significados en que desarrolla nuestra vida cotidiana. Así, para el escritor argentino, basta ponerse a escribir para que de nuestra pluma afloren mundos infinitos.

En el siglo V aC, en la Grecia clásica, la palabra viva, el discurso oral propio de los sabios, daba lugar al discurso escrito propio de los filósofos, Platón creaba un nuevo género literario y con ello ponía las bases de lo que, en este breve ensayo, doy en llamar el universo borgiano: la Biblioteca. Esta transición aleatoria supuso la pérdida de la palabra viva, de la palabra que al decirla expresaba directamente la interioridad del hablante, su emotividad, aquella palabra inseparable de su dimensión pragmática, de sus circunstancias, fueren las que fueran. A esta palabra le sucedía otra palabra diferente, fija, estática, como gusta a nuestra razón, dicho brevemente: escrita. Se perdía así una amalgama inconmensurable de significados, se empobrecía nuestro mundo, se iniciaba, además, una escisión más radical si cabe entre la palabra y la cosa, entre el discurso y sus circunstancias. El nacimiento de la filosofía devenía como nueva profundización ese abismo que nos invitara a pensar Zenón de Elea.


Pero ocurre hoy, en nuestro camino acelerado hacia el apocalipsis, los expertos en Relatividad General utilizan el término singular Big Crunch para referirse a dicho evento, una nueva revolución en la palabra, en el discurso. Amenaza otro mundo, nuestra Biblioteca borgiana, nuestro universo de la Escritura, se encuentra rebasado a cada instante. Este cambio sobreviene como consecuencia de un nuevo encuentro, ahora entre la palabra y el pixel. Esta nueva palabra, la palabra pixelada, es un producto directo de, por un lado, el bit, la lógica binaria, el álgebra de Boole, la tecnología digital y, por otro lado, de la palabra escrita que genialmente tematizara Borges. Anhelo que estas mis palabras escritas, vistas sobre el tamiz digital, adolezcan de carácter profético alguno pero, posiblemente, Bill Gates sea a la Biblioteca de Borges lo que Platón fue al universo significativo de los clásicos, a aquel universo que se constituía sobre a la palabra dicha a viva voz. Ahora esta palabra pixelada que se alza, insisto, sobre la tecnología del bit, del cero y del uno, del sí y del no, tiene como producto directo la pereza mental y el empobrecimiento de nuestro campo semántico. Los discursos hegemónicos pasan a ser binarios, formados por un sí o un no, por mensajes rápidos, flashes, anuncios instantáneos y compulsivos. El discurso basado en la palabra pixelada nos aboca a una nueva pérdida del potencial significativo de nuestro lenguaje, apunta a un disminución de los significados con que interpretamos lo complejo, nuestro universo semántico cada vez se hace más simple, más binario. Por tanto, las cosas, en la medida que las hacemos presentes vía el lenguaje, cada vez se nos muestran de una manera más pobre.

domingo, octubre 15, 2006

Súbita, repentina, fulminante...


Yo sí me acuerdo de ella...


Duele que llegaras así,
súbita, cual relámpago,
compartiendo inquietudes,
y que ayer, sin más,
te fueras meteórica,
como apareciste.

Caíste aquí, entre nosotros,
repentina, fulminante,
hecha un mar cristalino,
entre confidencias,
entre afinidades,
para, sin un por qué,
dejarnos tu ausencia.

Dónde irán las respuestas,
si las preguntas se fueron,
si huyeron contigo así,
sin más, sin explicación,
inmersas en silencios.
Y las palabras, dónde,
perdidas por el olvido,
entre remolinos, presas,
sin sentido, dando vueltas.

Las estrellas efímeras,
las que surgen y se agotan,
cual etéreo suspiro,
cual leve aflicción,
son las que más brillan.
Aquellos momentos,
si eran luminosos astros,
te los llevaste tú,
así, sin más, al instante,
tal y como apareciste.

viernes, octubre 13, 2006

Pensando el azar (III y fin)


"Ignorantia non est argumentum" (Spinoza)


Consideraciones ontológicas

En las posiciones filosóficas descritas pueden observarse concepciones muy diferentes entorno al azar. Ahora bien, nos ocupa en este apartado reflexionar acerca del valor ontológico y las consecuencias de las concepciones aristotélica y determinista.

Para Aristóteles el azar pertenece al ámbito ontológico, es decir, es algo que acontece en la naturaleza misma. Por el contrario, para el determinista el azar, en la medida que remite a la noción de ignorancia, esto es a la falta de conocimiento, queda en el plano lógico, en el ámbito subjetivo. En consecuencia, para el determinista el azar sólo puede ser pensado en tanto que concepto y lo único que tiene entidad ontológica propiamente es la causa eficiente.

Pensemos todo esto con un ejemplo e ilustremos las consecuencias de ambas concepciones. Cuando tiramos un dado al aire y obtenemos un determinado resultado podemos preguntarnos si el número que resulta de nuestra tirada es producto del azar, de cierta indeterminación inherente a la naturaleza, o de la necesidad.

Una opción -como hemos dicho- es pensar que el carácter aleatorio del número obtenido es inherente al experimento realizado, que pertenece a su naturaleza, que el resultado obtenido era una posibilidad entre seis. Es importante percatarse que esta forma de pensar hace una abstracción de las tiradas, se toman todas las tiradas como una tirada, se piensa en el "tirar un dado" en general, no se piensa aquí en cada una de las tiradas concretas. Esa idea general que contiene lo común a cada individuo, "tirar un dado", como lo común a todas y cada una de las tiradas, "el hombre" como lo común a todos los hombres, etc. -explica Aristóteles- es el objeto de estudio de toda ciencia. Ahora bien, aún estando de acuerdo en esta posición con el Estagarita, cabe preguntase aquí: ¿Qué relación hay aquí entre dicho concepto y la realidad ontológica? ¿Del conocimiento obtenido a partir de conceptos generales, “tirar un dado” en nuestro ejemplo, se desprenden resultados que podamos considerar con un valor ontológico? Un buen criterio, en nuestra modesta opinión, para determinar la terrenalidad, el valor ontológico, de un aparato conceptual es la experiencia. Podemos hacernos una idea del ácido sulfúrico como bebida tónica digestible pero la experiencia, rápidamente y posiblemente con algún que otro disgusto, nos hará cambiar de idea hasta dar con una representación más adecuada, a saber, la de dicho ácido como un compuesto químico altamente corrosivo. En este sentido, la experiencia parece confirmar el planteamiento de Aristóteles tanto en lo referente al valor de conocimiento que se obtiene de pensar la realidad a partir de conceptos generales tales como “tirar un dado”, “el hombre”, “el péndulo”, “el planeta”, etc. como, en consecuencia, de la consideración de que el azar remite certeramente al ámbito ontológico. Puede objetarse a Aristóteles en otro sentido, a saber, que en la medida que la ciencia se ocupa de la «especie», el azar, en tanto que accidental, podría pensarse que no es objeto de la ciencia. A juicio del Estagarita, pareciera que no trata la filosofía de lo accidental, esto es, del concreto, del individuo, por tanto, no hay posibilidad de conocer acerca de lo fortuito, esto es, en relación al hecho de que un hombre muera hoy o mañana, que una moneda lanzada al aire muestre cara o cruz, etc. Todo esto pertenece al ámbito de lo indeterminado y, en consecuencia, de lo inefable. Ahora bien, supuesto que el azar y la indeterminación tengan entidad ontológica también podría entenderse el conjunto de sus problemas (juegos de azar, física nuclear, bioquímica, etc.) como «especies» dignas de ser consideradas objeto de investigación científica.

Ahora bien, en línea con el determinismo, también puede meditarse el azar como una forma de pensar ese ámbito inefable, lo accidental, como un proceder conceptual que remite a lo ignorado de una realidad ontológica que funciona según la estricta concatenación de causas eficientes. Este otro punto de vista pone la atención en que no hay un “tirar un dado” en general sino sólo tiradas concretas y, por supuesto, tiradas concretas diferentes dan lugar a resultados diferentes. Lo aleatorio, el azar, por tanto, para el determinista, es una ilusión que se desprende del desconocimiento implicado en cada tirada concreta, responde a nuestra incapacidad para aprehender el concreto, esto es, cada una de las tiradas en su singularidad, con todas y cada una de sus determinaciones. Según mi parecer, ese poner el acento en el concreto y en nuestra ignorancia, más allá de la concepción determinista de la realidad de la cuál emana, puede resultar fecundo en un doble sentido. Por un lado, poner énfasis en el concreto, al margen de un racionalismo extremo, frena la reificación de los conceptos y, además, si bien ese “mirar” al concreto puede perderse en la contingencia no es menos cierto que aborda lo real desde otro tipo de perspectiva. Por otro lado, considerarse en la ignorancia siempre es un elemento estimulante y movilizador para el pensamiento. Sólo el que vive la sabiduría como ausencia siente hacia ella una inclinación, una predisposición erótica. Se ama verdaderamente aquello que no se tiene, lo vivido como ausencia -diría Platón-. No obstante, a modo de aclaración, apuntar que, según mi parecer, ninguna de estas dos consideraciones acerca del determinismo son contradictorias en modo alguno con la valoración hecha más arriba acerca del planteamiento de Aristóteles en relación a las «especies» como punto de arranque del conocimiento científico y al valor ontológico del concepto de azar.

Fin

lunes, octubre 09, 2006

¿Qué puede ser dicho acerca de la nada?


"Omnis determinatio est negatio" (Spinoza)


Partamos con Spinoza de que toda determinación es negación, esto es, que para decir de algo "que es" y "qué es" es necesario, primero, dar un sí o un no, o sea que si no sí entonces no o que si no no entonces sí, y, segundo, se precisa un delimitar ese algo, un fijar la figura, señalar de donde a donde, sus extremos, definir ese algo, decir lo que es a partir de lo que no es.

Así, a modo de ejemplo, de mi mismo puedo afirmar, en cuanto al "que es", que pienso, pues la negación de que pienso sería que no pienso y estar afirmando que no pienso es afirmar que pienso, y en cuanto al "qué es", puedo decir que "soy algo que piensa" pues la propia negación de mi mismo como algo pensante sería de suyo un pensamiento.

Ahora bien, ¿qué puede ser dicho de la nada en cuanto al "que es" y en cuanto al "qué es"?

En relación al "que es". Si la nada es, hay nada, pero no puede haber nada pues si hay nada algo la nada es.

En cuanto al "qué es". Si, como venimos insistiendo y hemos convenido toda determinación es negación, de la nada podemos decir que no es esto ni aquello ni lo otro, que no es nada de lo que es, luego entonces de la nada no podemos predicar nada. Por tanto, de la nada nada, de la nada nada puede decirse en cuanto al "qué es", sólo cabe en relación a la nada la afasia y esto que escribo aquí es un absurdo.

Por tanto, de la nada, que ni es ni la hay.

sábado, octubre 07, 2006

Amor tras prismas cartesianos


Amor que no te dejas,
que no sé si eres o no eres,
que si sí o si no,
y si sí, qué sí y qué no.

Amor que escapas a lo cierto,
te me muestras así, tú,
ambiguo,
oscuro y confuso,
placer y dolor,
tristeza y alegría,
dicha y pena,
sonrisas y lágrimas.

Amor sin límite,
sin figura ni forma,
carente de definición,
así, tú,
borroso,
sin extremos,
sin principio ni fin,
sin que ni qué,
sin idea.

Amor, amor,
ausente y presente,
abocas a ideales,
purgas en cuerpos,
así, tú,
vertical y horizontal,
cielo y tierra.

Amor...
siempre duda,
siempre incertidumbre,
siempre así, tú,
mística y carne,
luz y sombra.

miércoles, octubre 04, 2006

Pensando el azar (II)


Tres concepciones acerca del Azar


El determinismo, heredero del racionalismo cartesiano y del mecanicismo, consiste en concebir las causas y los efectos como una función, es decir, a cada elemento del conjunto de causas corresponde un único elemento del conjunto de efectos. Así pues, se descarta bajo estas premisas que una misma causa, o conjunto de causas, produzcan efectos diferentes. Por el contrario, sí es posible pero no necesario que un mismo efecto sea resultado de causas distintas, es decir, nuestra función no debe ser necesariamente inyectiva. Bajo esta concepción o bien no hay azar o bien el azar es entendido como ignorancia pues, en tanto que todo acontece de acuerdo a la necesidad, esto es, según la secuencia insoslayable y fatal que resulta de la concatenación de las causas eficientes, lo raro, aquello que no se aviene a la regularidad, es producto, igualmente, de una suma causal desconocida, efecto de un conjunto de causas ignorado. Para el determinista todo acontece de acuerdo a los pares ordenados causa-efecto definidos por la función matemática, de ahí que, en su frenesí, algún que otro incauto seducido por esta concepción haya llegado a afirmar que el pasado, el presente y el futuro de lo real caben en una única fórmula.

En la Física de Aristóteles se trata acerca del azar. Allí el azar se define como lo vano, cómo aquello que acontece cuando no se ha realizado lo intencionado, cuando la potencia no ha devenido acto realizando así su esencia. El azar, por tanto, pertenece en el Estagirita a lo accidental y no a lo esencial, se entiende como lo raro, como causa impedible, como deficiencia de causalidad material, eficiente o final. El planteamiento de Aristóteles, por tanto, puede considerarse menos rígido que el enfoque determinista en la medida que lo intencionado es susceptible de ser o no realizado. Hay cabida en la concepción aristotélica para la posibilidad. Un ente puede llegar o no a realizar su potencial mientras que, para un mecanicista, como Laplace por ejemplo, no hay cabida para la posibilidad, lo que ocurre es lo que tiene que ocurrir de acuerdo a los pares ordenados causa-efecto que definen la función matemática. Es más, estas líneas que ahora escribo, la lectura que usted está realizando de estas líneas, también responden a la estricta sucesión descrita por esa función.

Boecio introducirá un nuevo enfoque a la hora de considerar el azar, lo entenderá como un encuentro entre líneas causales independientes, como una conjunción inesperada. Esta última concepción, que harán célebre Cournot a finales del siglo XIX y Poincaré a principios del siglo XX en su estudio acerca de los sistemas dinámicos, puede entenderse tanto en clave aristotélica como en clave determinista. Para el Estagirita simplemente se trataría de un cambio de referencia a la hora de explicar lo acaecido. Aristóteles se sitúa en una de las dos líneas causales y el encuentro con la otra es un suceso accidental, contingente, independiente de lo intencionado, mientras que Boecio se coloca en el punto de vista de un tercero, al margen de ambas líneas causales, viéndolas converger. Es curioso, asimismo, que ese situarse fuera de ambas líneas causales, en un ámbito más general, es lo que prepara el terreno a la explicación determinista del encuentro. La conjunción -dirá el determinista- es el resultado necesario en un ámbito superior al de ambas líneas causales, lo que ocurre es que si nos situamos en una de las dos líneas causales ignoramos la otra línea causal. Dicho de otra manera, lo que desde una de las dos líneas causales aparece como azar desde un ámbito general aparece como necesario. El azar, por tanto, nuevamente, queda circunscrito así en el terreno de lo necesario.

Continuará...

domingo, octubre 01, 2006

Propuesta de Imperativo Categórico Materialista


El materialismo nominalista, desde el momento que afirma la escisión entre el pensar y el ser, desde el instante que niega toda metafísica y afirma que «la vida es sueño», esto es, que nuestra existencia transcurre en un universo más o menos fantasmagórico de significados, rechaza a su vez las pretensiones de alcanzar fundamento moral alguno. Por tanto, los principios desde los cuáles se emprende toda práctica moral no dependerán, en última instancia, de determinadas esencias acabadas correspondientes a un sujeto trascendental (Kant) u otra instancia metafísica cualquiera (Dios, por ejemplo) sino que, por el contrario, dichos principios morales arrancarán ineludiblemente del cuerpo, así como de unas condiciones materiales históricas y concretas. En consecuencia, para el materialismo, el IC a partir del cuál orientar nuestra conducta no puede consolarse con la autocomplacencia de saberse revestido de una forma racional (coherencia, pretensión de universalidad, etc.) sino que, además, debe descansar en un fuerte vínculo con las condiciones materiales concretas, con la experiencia histórica desde la cual se formula dicho imperativo. El IC materialista, por tanto, se alza sobre esa contradicción entre el aspecto formal y el material, atendiendo a lo formal en la medida que aporta racionalidad, coherencia, regula y orienta la práctica, pero, a la vez, apegado a la corporeidad, a su momento, a la contingencia histórica, de forma que no devenga un imperativo abstracto vacío de contenido. Este situarse en la contradicción, entre idea y materia, entre explotados y explotadores, en la lucha de clases, es muy característico de Marx. No es de extrañar, así pues, que a lo largo de toda la tradición marxista se observe ese juego dialéctico entre, por una lado, la lógica que se desprende de la frase «no es la conciencia del hombre lo que determina su ser, sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su conciencia” y, por otro lado, esa tesis que afirma «cuando las ideas arraigan en la masas devienen una fuerza revolucionaria». De una parte, coyuntura política, circunstancias materiales, de otra parte, llamada a la función movilizadora y transformadora de la propia realidad material que tienen las ideas siempre que éstas sean terrenales, siempre que representen de forma acertada dicha coyuntura y circunstancias. Encontramos aquí un juego entre lo inmanente, propio de ese atender a las condiciones característico del materialismo, y lo formal, propio de una ética como la de Kant, que nos parece sumamente fecundo.

Con vistas a ilustrar esta posición filosófica que se sitúa en ese lugar enigmático llamado contradicción recurrimos a una crítica de la segunda formulación del IC de Kant: «Actúa de tal manera que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como un fin, nunca simplemente como un medio». A nuestro juicio, un materialista puede coincidir perfectamente con el espíritu propuesto en este imperativo moral. Tratar a las personas como un fin en sí mismas, con dignidad, no como un medio, nunca como un mero instrumento sujeto a intereses contingentes, como fuerza de trabajo, esto es, como simple mercancía, etc. Nos parece ésta, en definitiva, una propuesta que, en un marco estrictamente teórico, puede ser perfectamente asumida por el filósofo materialista. Ahora bien, la deficiencia de la propuesta kantiana estriba en que se sitúa en un nivel de abstracción tan general que deviene vacía de contenido y, por tanto, difícilmente puede orientar y regular práctica concreta alguna en una coyuntura material determinada. El materialista conserva de la formulación kantiana de IC ese espíritu que busca establecer un vector a la práctica humana pero considera imprescindible que dicho imperativo, si pretende poseer una fuerza orientadora real, «una fuerza revolucionaria», parta de lo concreto, atienda a las circunstancias materiales, a la corporeidad. Lejos de las grandes abstracciones del filósofo acomodado, más allá de esa filosofía del sujeto que se mira al ombligo, el pensamiento del filósofo materialista transcurre en los suburbios donde los cuerpos sufren, allí donde se encuentran los excluidos, los explotados, los parias de la tierra. En estos rincones oscuros y olvidados del infierno subterráneo se alojaron Spinoza y Marx hasta su muerte, ahí pensaron cómo dar salida a tanto dolor. El materialista buscará un imperativo que, partiendo de esa experiencia de sufrimiento de los cuerpos más indefensos, establezca un horizonte posible superador de las relaciones sociales que esclavizan al ser humano. Un imperativo materialista alternativo al de Kant podría ser: «Actúa de forma que la humanidad avance hacia la superación de las relaciones capitalistas de producción». Encontramos en esta formulación el llamado a una práctica que se sabe en el marco de una sociedad dominada por las relaciones mercantiles en general y por las relaciones capitalistas de producción en particular. Este imperativo, por tanto, se sitúa en una coyuntura material concreta y, en consecuencia, posee un contenido material que potencia su capacidad orientadora: ¡superar dichas relaciones! El IC materialista está en la antípoda del planteamiento trascendental kantiano en tanto que no busca la solución en el sujeto sino que, por el contrario, parte de la experiencia concreta de aquellos que sufren en su “carne” unas relaciones sociales que organizan nuestra vida material de forma que hay explotadores y explotados, opresores y oprimidos, ya se sabe, esa historia que no es historia, ese eterno presente de lucha de clases.


A modo de conclusión, el materialista reconocerá el mérito que hay tras el espíritu del IC de Kant, esa inclinación a reconocer la dignidad de las personas, así como esa función reguladora que hay tras el aspecto formal del imperativo moral, pero, a la vez, objetará que dicho reconocimiento pasa por superar la organización material que, día tras día, hace de nosotros una cosa.