domingo, febrero 20, 2011

El poder de la palabra

Hay evidencias cegadoras, evidencias no evidentes en virtud de su propia evidencia. La palabra está siempre acompañada de este paradójico fenómeno. Partamos del esfuerzo de imaginar un sencillo paisaje: un cielo azul, despejado, soleado, pájaros múltiples que lo sobrevuelan, un valle enclavado entre dos grandes montañas, llenas de árboles, osos, cabras salvajes, rocas negras que sobresalen entre esos árboles, un río con peces y demás fauna, junto a éste, en la salida del valle, un extenso llano. En medio de todos estos objetos naturales hay también un pequeño poblado. Todos esos objetos naturales, objetos que estaban ahí mucho antes que hubiere lenguaje, entraron en el desfiladero de palabras a partir del momento en que los primeros habitantes del poblado empezaron a otorgarles significaciones. Aquél cielo soleado, el agua del río y los campos del llano pasaron a ser significados como medios agrarios, las cabras y los peces como alimento, la piel de los osos como potenciales prendas de vestir, los pájaros como divinidades invocadas con la finalidad de hacer propicias las cosechas y la caza, las rocas y los árboles como material con que fabricar los aperos de trabajo y las armas de defensa. Con el paso de los años, de los siglos, el río fue considerado lugar de disfrute infantil, se dispuso también, aprovechando su corriente acuífera, una noria para moler trigo, las rocas se perforaron para convertirse en minas de carbón con que producir calor, los bosques fueron atravesados por fronteras y carreteras hasta parecer puzzles caleidoscópicos. Todo el paisaje natural, ecológico, virgen, pasó a ser significado y parcelado en lugares por efecto de la palabra. En su desfiladero la naturaleza entra en la historia, es siempre ya lo naturalizado, esto es, naturaleza significada, parcelada, escrita. La Tierra es elevada, sublimada, al plano de la cultura y con ello deviene geo-grafía.

Pero si lo natural es lo naturalizado entonces la palabra nos separó para siempre de aquella naturaleza yerma, originaria. El anhelo romántico de una vuelta a ella forma parte del mito. Lo común, no obstante, no es ya dicho anhelo nostálgico de reconciliación sino, por el contrario, la agresión narcisista de identificar lo naturalizado con lo mítico natural. La naturaleza inaccesible en la palabra es violentada de continuo por modos de significación bajo los cuáles sus restos fósiles no son otra cosa que energía para nuestros coches, sus aguas medios con que saciar la sed de los transeúntes de las megápolis, sus bosques recursos con que obtener el papel de nuestros periódicos, libros y revistas de prensa rosa. La ceguera humana consiste, por un lado, en su incapacidad para ver por fuera de las gafas de la palabra, cosa, dicho sea de paso, para lo que no hay remedio, y por otro, en creer que lo que se ve a través de esas gafas, a través de los diferentes modos de significación, es todo lo que hay más allá de ellas. El simple establecimiento de la brecha entre la naturaleza y lo naturalizado escriturado ya sería síntoma de una esperanza en otra relación más respetuosa entre ambas. Pero los seres humanos permanecemos ciegos respecto a los efectos de la palabra, respecto de su poder invisible de establecer lo visible, regímenes de la mirada. Por lo general no se sabe que se llevan las lentes de la palabra. Cualquiera ha experimentado que ponerse unas gafas supone establecer una mirada pero también que bastan a penas unos minutos para olvidar que se llevan sobre nuestras narices, también para que el ojo no las vea. El ojo no ve la mirada, la mirada no se mira, se mira lo establecido por la mirada.

¿No ocurre algo estrictamente similar en el plano social? Todo ser humano cae al desfiladero de palabras que es nuestro mundo en la palabra, por efecto del bautismo en una palabra que le será propia a lo largo de su vida y que, sin embargo, ya se encontraba ahí, en el mundo, esperándole, antes que él llegara. Mediante el nombre propio los seres humanos obtienen un lugar en el mundo de la palabra, quedan enganchados al nudo complejo hecho de la multiplicidad de modos de significación que, como acontecía con la naturaleza, parcelan y escriben, ahora, todo el espacio de lo social. Modo de significación familia con sus funciones, lugares, nominados por las palabras madre, hijo y padre o modo capital con los lugares capitalista y proletario. Pluralidad compleja de modos con sus lugares funcionales signados por las palabras hijo, proletario, juez, ciudadano, maestro, alumno, etc. Toda esta pluralidad de modos es igualmente naturalizada, olvidamos de continuo que es eso, modos de significación no naturales, palabra, historia, naturalizada. Doble olvido: la naturaleza por efecto de la palabra es historizada pero también la historia es naturalizada. Lo hemos dicho bien, hay palabras antes que los seres humanos vayan cayendo al mundo... La palabra es el destino de todo ser humano. No sólo, pongamos por caso, si uno u otro humano será un rostro signado por la palabra proletario, ¿quién duda que los más llegan al mundo con el destino prefijado de no tener más propiedad que su prole?, quizá sea ésta una evidencia cegadora, una evidencia excesiva, tan excesiva que se hace no evidente en virtud de su propia evidencia, sino también con el destino de una escritura, de un parcelamiento que hará de su rostro un cuerpo. Cuerpos singulares, sí, con su propia configuración sensorial, con particulares modos escópico, auditivo, táctil, etc. correspondientes a la era de la reproductibilidad de la letra. Si la Tierra se hace geo-grafía, permítasenos inventar una palabra, el rostro se hace rostro-grafía, cuerpo, una vez más, naturaleza naturalizada. Cuerpos femeninos, también los masculinos, literalmente producidos en el agenciamiento múltiple de las palabras que ponen en marcha las agencias culturales y estéticas de consumo: narices afiladas, senos firmes y voluminosos, pieles estiradas, cejas arqueadas y finas, complots maniáticos contra el bello, bíceps y rectos abdominales escultóricos, dismorfofobias, bulímicos, anoréxicas, etc. Siempre se escribió el rostro... lóbulos agujereados, corsés apretados, tatuajes de presidio, ablaciones rituales, patillas hirsutas a lo Lincoln, bigotes caídos revolucionarios, punteados hacia el cosmos estilo surreal,... pero nunca como hoy hasta ausentarse en su escritura.

No es poco el poder de la palabra. Poder invisible como tal, poder que sólo se manifiesta en sus efectos, algunos de los cuáles, los menos, vamos dejando señalados. Poder, además, no poco astuto, astuto hasta el punto de que las palabras hacen cosas. Los entendidos lo llaman efecto performativo. Tome como representante una palabra y acabará por convertirse, en el acto mismo de asumirla como su representante, en lo representado por ella. No es casual que los que juegan a ser enamorados acaben por enamorarse o, como decía Marx, Groucho, no el otro: «Él puede parecer un idiota y actuar como un idiota, pero no se deje usted engañar, es realmente un idiota». La palabra tiene sus mecanismos para atrapar al rostro y por efecto de ellos lo impostado atrapa al impostor. Pero también hay palabras y palabras, unas con más poder que otras. Dejemos la rostro-grafía para volver a la geo-grafía. Ya dejamos sentado que toda geo-grafía es resultado de un particular modo de significación, de un particular palabreo. Sin embargo, preguntémonos: ¿qué fija, aunque sea de modo provisorio, una u otra geo-grafía? Piénsese una cuestión elemental: la longitud. El tema no es banal, tampoco está exento de efectos, establecer el meridiano cero es tanto como instituir a partir de qué comenzar a contar, sincronizar nuestros relojes, dictaminar cómo se configurarán las bitácoras y con ellas las rutas marítimas y aéreas por lo largo y ancho del planeta. ¡Está en juego el centro mismo del mundo! Ahí están los mapas para atestiguarlo. Es generalmente sabido que hubo toda una batalla histórica entorno al meridiano cero y que el final se decidió en un carpetazo político en Washington, alrededor de 1884, con el nombre Greenwich. Podría haber sido Cabo Verde, Roma o cualquier otro punto. Lo decimos bien, punto, porque aquí esos nombres, reducidos a su literalidad, vaciados de todo lo que tenga ver con los significados o sentidos poéticos que evoquen las ciudades referidas por ellos, no designan otra cosa que puntos, o meridianos, que para el caso es lo mismo. No había motivo natural alguno, tampoco significado, que pudiera haber servido como anclaje a lo natural para justificar la decisión por Greenwich y no por Roma, París o cualquier otro nombre. Greenwich, por tanto, fijó todo un modo de significación, toda una geo-grafía. La batalla política por cuál debía ser nuestra geo-grafía se decidió en la batalla por qué palabra sin significado la fijaría. No es poco el poder de una palabra. Los escoceses no se equivocaban demasiado cuando pedían la vuelta a Escocia de la Piedra de Scone. En esa piedra, en ese pedazo de materia, como materia es toda palabra vaciada de significado, reducida a su registro literal, como Greenwich, se jugaba la fijación misma de un particular modo de significación, esto es, de todo un sistema de poder.

martes, octubre 19, 2010

Amor loco

Sin pretensión de exhaustividad, una última figura de amor. Hubieron quiénes, tras la I Guerra Mundial, no conformes con la vida y el amor que les proporcionaba la realidad se empeñaron en buscar otra vida, otro amor, en la surrealidad. ¿Quién no ha experimentado en su breve y precaria existencia la sensación de desvío? ¿Quién no ha sentido que se adentraba temeroso por circuitos sin explorar? Sin duda, en mayor o menor medida, quién más o quién menos se ha encontrado ante lo desconocido cuando se ha visto preso del amor. Siempre hay algo novedoso en el amor, éste te abre a lo desconocido, te extrae de la rutina, de la repetición de lo siempre igual. No digo hasta aquí, creo, nada que nadie no sepa. No obstante, tema complicado el del amor. Quizá sea capaz de decir lo que quiero decir haciendo acopio de un capítulo breve de mi biografía reciente. No suelo ni me gusta hacerlo, tampoco lo considero muy apropiado. No obstante, siendo muy difícil pasar por el filtro impersonal del concepto las cuestiones del amor, apostaré por el género histórico manido de relato autobiográfico. De paso, o igual no tan de paso, pueda así también realizar mi propio y breve encomio a lo que me deparó el azar y que, aún a día de hoy, por suerte, por inexplicable suerte, me sigue acompañando.

Un fin de semana como tantos otros me dispuse a salir de cena por Barcelona con los amigos, fue la primera vez que nos vimos. El encuentro entre ambos, hablo de tí y hablo de mí, hablo de nuestro encuentro, no respondió a plan preestablecido alguno. Tú andabas con tus miserias y yo con las mías. Fue el azar el que quiso que se cruzaran nuestros caminos, un azar que dispuso que yo fuera amigo de tus amigos, o tú amiga de los míos, que ese día yo me decidiera a salir con ellos, que tú, sin saberlo, me siguieras en ese mismo empeño. Ese día podría haberme encontrado indispuesto por otro compromiso, por una flaqueza de mi carácter maltrecho en desamores, porque me hubiere caído un ladrillo en la cabeza o porque, qué sé yo, me hubiera aquejado un dolor de apéndice o una migraña de esas que me acompañan siempre. No fue así y tampoco a tí te ocurrió nada similar. Cada uno trazaba su propio camino, tú el tuyo, yo el mío y, sin embargo, allí coincidimos los dos. Aquél día no nos buscábamos, nos encontramos.

Después pasaron los días o quizá los meses, ya no recuerdo muy bien, y una tarde que yo llegaba a la Facultad haciéndome cábalas filosóficas, tú salías de allí como ausente, quejándote contigo misma de lo mal que te trataba la vida y de lo soporífero de algunos profesores doctos en historia. Así, nos cruzamos de nuevo por capricho de la diosa Fortuna y quiso ésta, a su vez, que no me vieras, o que no quisiéras verme, nadie lo sabe ni nunca me lo has querido decir. Por azar confluímos de nuevo, sí, por azar, por ese azar objetivo formado de recorridos urbanos que día a día protagonizan millones de transeuntes anónimos, recorridos exteriores cuyas líneas figuran un laberinto vivo para el que no hay mapa alguno ni hilos de Ariadna. ¿Debía ser así o podría haber sido de otra manera? Pregunta ésta tópica pero no por ello poco enigmática e interesante. Sólo esa divina mujer tiene la respuesta a esta pregunta, esa mujer caprichosa que nos toma en sus brazos circulares de vez en cuando y que nos hace rodar de aquí para allá, de allá para acá, de abajo hacia arriba, de arriba hacia abajo, según su antojo más arbitrario. De este nuevo encuentro exterior sólo quedó una recriminación efímera por tu despecho o por tu despiste, tanto da, y una necesidad interna urgente, un vínculo, que comenzó a brotar de mí. A esta necesidad algunos la llaman, parece que más apropiadamente, deseo. Recuerdo que en aquellos tiempos vagaba yo ansioso por todos lo recobecos de la realidad buscando lo que esa misma realidad me negaba a cada paso, era ese encuentro contigo el que buscaba pero no era, ni podía serlo, consciente. Estando en el origen de toda conciencia los múltiples abatares azarosos que nos depara la vida dicha conciencia sólo puede ser efecto de una ilusión retroactiva.

Pero aquella confluencia mágica, entre mi impulso interno que no hallaba en qué volcarse y tu figura casi espectral venida por uno de esos tantos senderos laberínticos, hizo brotar mi amor, me imantó a tí sin remedio. No sé si ese momento fue también el tuyo, esto rondaría ya el milagro, o si a tí te aconteció lo análogo más tarde o más temprano. Después de leer esto quizá me lo expliques de aquí a unos instantes. En todo caso, como sé que te gusta que haga explícitas mis fuentes, a esto los surrealistas lo llamaban azar objetivo, «una forma de necesidad exterior que se abre camino en el inconsciente humano». André Breton dixit. Éste es el milagro del amor, de los amores, de nuestro amor. El amour fou son esos encuentros maravillosos de dos, encuentros que prenden y duran haciendo florecer lo nuevo, lo nuevo de dos que son ya un uno singular que no había y del uno que, paradoja loca, no deja de ser dos. Lo nuevo que, como bien sabes por tu vientre materno, da lugar a lo nuevo.


lunes, septiembre 27, 2010

Ágape, una revolución de amor

Ahora bien, si ha habido una revolución de amor a lo largo de la historia ésta ha sido la propiciada por el amor cristiano, por ágape. Seguiremos en este punto el genial estudio del erudito cura protestante Anders Nygren titulado Eros y ágape.

Si el eros griego, tal y como hemos aludido a través de El Banquete de Platón por boca de un Sócrates inspirado por Diotima, va de los hombres hacia lo divino, hacia la Belleza, hacia el Bien, el amor cristiano, por el contrario, va de Dios hacia los hombres. Tenemos, así pues, un cambio drástico en el sentido del amor -ahora, por así decir, va de arriba a abajo, no de abajo hacia arriba-. Este cambio de sentido supone, a su vez, una transformación radical de la propia naturaleza del amor. Si eros es amor motivado, ágape es amor inmotivado. Eros, como asegura Nygren, es un amor egocéntrico, narcisista, por cuanto aspira a la perfección del propio amante mediante la búsqueda del Bien, de la Belleza, de la divinidad. Bajo eros, el propio valor del objeto amado, del amado, califica, valoriza al amante. Por el contrario, el amor de Dios, el ágape, es radicalmente gratuito, tiene estatuto de don, por cuanto no hay razón alguna, no hay interés alguno, para que Dios ame a los hombres, esto es, a seres caídos, pecadores, etc. Cristo también amaba a los desvalidos, a los parias, a los desalmados, a los miserables, a las prostitutas, etc. ¡Menuda ingenuidad creer que nosotros somos dignos del amor de Dios! ¡Menuda vanidad pensar que nuestras obras diarias nos hacen merecedores del amor de Dios o de su recompensa! «El eros es, por naturaleza, egoísmo. […] Inversamente, ágape excluye, por principio, todo egoísmo». Desde la perspectiva cristiana Dios nos ama en virtud del absurdo, ágape es amor en virtud del absurdo.


Nygren, y antes que él ya el propio Kierkegaard, vieron en la «cristiandad», una traición al auténtico legado del cristianismo por cuanto fue sustituyendo paulatinamente el ágape, el amor cristiano conceptualizado por el político San Pablo, por una regresión hacia el eros, esto es, hacia el amor propio del universo pagano. Por de pronto, resaltamos, una vez más, los efectos políticos del amor, de esta revolución del amor cristiano. El propio San Pablo concebía el amor, el ágape, como la fuerza que, en su fidelidad al acontecimiento de la resurrección de Cristo, en la declaración de esta verdad detentada, abría un proceso subjetivo y militante ajeno a la ley escrita judía y al cosmos estructural griego. En este sentido, nos atrevemos a afirmar que el ágape de San Pablo tuvo mucho que ver con la desaparición del universo griego, lo que, a su vez, no deja de corroborar el carácter subversivo, revolucionario, que los griegos ya intuían en esa otra figura del amor, a saber, en eros.

miércoles, septiembre 15, 2010

Philein, a vueltas con otra figura del amor

Pero el amor traspasó el ámbito mitológico griego para llegar también a la filosofía. Nuestro patrón, el patrón de los filósofos, a saber, Sócrates, murió por amor, por amor a la sabiduría sí, pero por amor. Así nos lo explica Platón en su Apología de Sócrates, también en el Fedón. El amor de Sócrates, su irrupción en la ciudad de Atenas, resultó no poco incómodo a la amplia mayoría de sus conciudadanos, de aquí que el filósofo fuera considerado un tábano y que acabaran por condenarlo a beber la cicuta. La ciudad de Atenas cometió en la persona de Sócrates un crimen contra la filosofía. La muerte de Sócrates debió ser realmente traumática para la Atenas de entonces. 

Ahora bien, si hay dos textos que no podemos dejar de aludir aquí, aunque sólo sea de pasada, éstos son La República y El Banquete. En el libro II de La República Platón nos presenta la ciudad sana de Sócrates, la ciudad enferma de Glaucón y la ciudad justa que resulta del diálogo entre ambos. Si, por un lado, la ciudad sana es el correlato griego correspondiente a la fantasía de cosmos griego, a saber, una ciudad que responde a necesidades básicas, naturalizada, que se estructura de forma ordenada, de acuerdo a la ley, como un todo armónico que divide el espacio cotidiano en lugares con funciones asignadas; por otro, la ciudad enferma plantea el problema de la pleonexía, a saber, el problema de una pulsión cuyo apetito insaciable irrumpe en la ciudad llevándola a su expansión, al lujo en las comidas y amoríos, a romper sus propios límites, su orden estructural e, incluso, la empuja a la guerra con otras ciudades. De nuevo tenemos aquí, ahora en plena filosofía política de Platón, la aparición eros bajo la forma de la pleonexía. La ciudad justa de Sócrates y Glaucón será, justamente, el intento de poner límites y de conducir adecuadamente esa pulsión de eros. 

Pero si un texto trata del amor de manera explícita ese es, sin duda, El Banquete. Aquí el amor adopta varias máscaras por boca de Fedro, Pausinias, Aristófanes, etc. que no nos van a poder ocupar aquí. Quizá el momento sublime de la obra, dicho esto metafóricamente pero también puede entenderse en su rigor si se desea, está en el discurso de Sócrates acerca de eros. Aquí eros es concebido como esa pulsión que inviste al amante hacia un recorrido de perfeccionamiento que culmina en la contemplación de la Belleza, el Bien y la Verdad. Si a algo no puede renunciar el filósofo es, justamente, a dicho recorrido, esto es, dicho en términos de Sigmund Freud, a la sublimación de su pulsión sexual, de ahí el philein, y ello aun a costa de que se inhiba una meta sexual tan exquisita como la del hermoso Alcibiades, o, incluso, ello signifique a la postre la fatalidad de la condena a muerte por parte de la ciudad. Quizá Platón, mucho antes que Freud o Adorno, sospechara que la sublimación de eros constituía una vía para evitar su represión y su retorno en forma de barbaries que destruyen la ciudad.

miércoles, septiembre 01, 2010

El siempre difícil Eros...

Comencemos por el amor, por una sucinta reflexión entorno al amor. Y vamos a dar inicio sin mucho rodeo, estableciendo, de entrada, que nos parece cuanto menos sorprendente la poca atención que el amor ha recibido por parte de la filosofía, por parte de las historias de la filosofía que dominan en la Academia. Es más, esta sorpresa nos aparece rápidamente como algo más que mera sorpresa, quizá como sospecha, en cuanto nos percatamos de que el amor está ahí, formando parte del propio término «filosofía» cuya etimología nos remite a un amor a la sabiduría. En este sentido, siendo la filosofía amor a la sabiduría no es gratuito preguntarse si el esclarecimiento de su estatuto depende directamente de lo que entendamos por amor. Pero el amor, como la astuta Metis que se zampó Zeus, tiene la cualidad de metamorfosearse en diferentes figuras, de hecho el propio amor que aparece en el término «filosofía» nos remite al philein, al amor amistoso, esto es, a una manifestación particular del amor que, junto a eros, conformaban la constelación básica de figuras del amor propias del universo griego. A este respecto, quede esto como hipótesis provisoria, quizá la propia historia de la filosofía pueda algún día escribirse como un tránsito por diferentes figuras del amor. Pero, por de pronto, dejemos esta sugerencia y quedémonos en Grecia.

No es casual que hace un instante hayamos aludido a Eros, esta divinidad no sólo fue la más representativa figura del amor en Grecia sino que, además, su proyección histórica alcanza nuestros días. No obstante, aunque escapa a nuestra pretensión delinear la historia de eros a lo largo de nuestra cultura, sí nos interesa ahora, aunque sea sólo sucintamente, poner de manifiesto ciertas peculiaridades de esta divinidad. Estas peculiaridades estarán estrechamente ligadas, ya en el universo griego, con las instituciones y con la ley y el orden de la ciudad, que es tanto como decir con la ética y con la política.


A los griegos no se les escapaba el carácter subversivo de Eros, tanto es así que ya se la representaban en su imaginario como fruto de un adulterio en el Olimpo protagonizado por Afrodita, diosa del amor, y Ares, dios de la guerra. Una Afrodita que, no debe escapársenos tampoco, nació, para más escarnio, como resultado de la castración que Cronos provocó a su padre Urano mientras copulaba con su madre Gea. El origen de Eros está marcado, por tanto, por el adulterio y el parricidio, esto es, por dos formas declaradas de romper con la institución familiar. Pero la cosa no termina aquí, Eros lanzaba sus flechas por doquier provocando enamoramientos y muertes sin fin. Sus tropelías, incluso, afectaban con cierta frecuencia al mismísimo Zeus, el cuál, como es generalmente sabido, no tardaba en enamorarse a primera vista de las mujeres más bellas y no cesaba hasta conseguir copular con todas aquellas a las que echaba el ojo. Esto, desde luego, no agradaba demasiado a Hera lo que provocaba sus ingeniosas venganzas que acarreaban desórdenes varios. Hasta Pasifae, una mujer casada con Minos, hijo que también concibió Zeus fuera del matrimonio con Europa haciéndose pasar por un toro blanco, sucumbió a Eros enamorándose a su vez de otro hermoso toro y llegando, incluso, a disfrazarse de vaca para así conseguir ser penetrada por la bestia. Pasifae, adúltera y zoofílica.

La propia ciudad, su ley y orden, expresión genuina de la comunidad ética, también fue víctima de las tropelías de Eros. Recordemos, sin ir más lejos, la guerra de Troya, provocada por la manzana de la discordia que había de corresponder a la diosa más bella. El pobre de Paris, sin comerlo ni beberlo, fue establecido en juez y tuvo que decidir entre Hera, la diosa del gobierno, Atenea, la diosa de la guerra, y Afrodita, la diosa del amor. Paris optó, ¡como no!, por Afrodita pues ésta le prometió a la mujer más bella, a la incomparable Helena. Vemos, por tanto, que Eros está también presente aquí, provocando una decisión fatal de Paris que, a la postre, desencadenó la guerra de Troya y, en consecuencia, el desequilibrio de las ciudades griegas.

La sabiduría griega si algo nos revela a través de su mitología es, sin duda, que Eros no atiende a reglas, que no respeta las instituciones familiares y de parentesco, que su nombre está unido al desorden de la ciudad y a la guerra.

miércoles, octubre 28, 2009

La naturaleza social del lenguaje en Wittgenstein

La naturaleza social del lenguaje suele ser subrayada por Wittgenstein comparando el lenguaje con juegos.

Especialmente célebre es su comparación con el juego de ajedrez. Nuestro filósofo nos asegura lo siguiente: «Hablamos sobre los fenómenos espaciales y temporales del lenguaje y no sobre algunos fantasmas no especiales y no temporales… Pero hablamos sobre éste al igual que sobre las piezas de ajedrez cuando enunciamos las reglas del juego, no cuando describimos sus propiedades físicas. La pregunta ‘¿Qué es realmente una palabra?’, es análoga a ‘¿Qué es una pieza de ajedrez?’» (Ludwig Wittgenstein, Investigaciones filosóficas, §108). Así pues, para comprender que es una pieza de ajedrez, por ejemplo el rey, no sirve nada que señalemos la pieza y digamos «este es el rey», tampoco que describamos sus propiedades físicas sino que es preciso comprender el juego en su conjunto, las reglas que lo definen y el papel de la pieza en dicho juego. De igual modo el significado de una palabra es su lugar en el marco de un juego de lenguaje, esto es, el significado viene constituido, definido, fijado por las reglas gramaticales que definen el juego de lenguaje en que dicha palabra es usada. Wittgenstein lleva toda esta analogía a las oraciones y al lenguaje mismo. Usar una oración será análogo a optar por una u otra jugada siguiendo las reglas del juego y, finalmente, uno u otro lenguaje no es más que un conjunto de actividades (prácticas) definido por ciertas reglas.

En este marco con vistas a enfatizar más si cabe la naturaleza social del lenguaje Wittgenstein nos invita a que nos preguntemos: ¿Qué quiere decir seguir una regla? Tras descartar que «seguir un regla» pueda ser algo que un único hombre pudiera seguir una única vez considera que precisamente una regla es una costumbre, una práctica institucionalizada, lo que, obviamente, supone formas de vida. Asimismo, con vistas a ilustrar, Wittgenstein nos propone imaginar cómo al quitar el trasfondo de la costumbre las reglas en ellas embebidas también desaparecerían (Ludwig Wittgenstein, Investigaciones filosóficas, §198). Así nuestras conductas al encontrarnos en determinadas situaciones, al hallarnos frente postes indicadores, al escuchar el sonido de un timbre, al ver una flecha, etc. sólo se explican por el uso regular que hacemos de dichos signos, por las prácticas regulares asociadas a los encuentros con dichos signos. Wittgenstein se pregunta: «¿Cómo es que esta flecha "-->;" señala?» (Ludwig Wittgenstein, Investigaciones filosóficas, §498). Frente a esta pregunta uno se encuentra tentado de responder afirmando que junto al significante ‘-->’ se haya un significado mental asociado. Ya sabemos que esta respuesta sería propia de una concepción agustiniana del lenguaje que, además, sería mentalista. Wittgenstein rechaza esta posición y nos dirá que el significante ‘-->’ señala porque en nuestras prácticas cotidianas hacemos un uso de dicho significante para señalar.

La noción de «seguir una regla» es también inseparable de la noción «cometer un error», es decir, una regla supone conductas adecuadas a la regla, a la costumbre, etc. y conductas no adecuadas a la regla. Este aspecto es clave para Wittgenstein porque está estrechamente vinculado con el carácter normativo del lenguaje. Así pues, en definitiva, aprender un lenguaje tiene que ver con un adiestramiento, con el aprendizaje del uso correcto de ciertas palabras, esto es, con un saber seguir ciertas reglas, costumbres, técnicas, etc. socialmente instituidas. No debe escapársenos, aunque no podamos entrar en ello con profundidad, que tras lo explicado subyace en Wittgenstein una crítica contra la posibilidad de reglas privadas y por ende contra la posibilidad de lenguajes privados.

domingo, julio 26, 2009

Noción de significado en Wittgenstein

Ahora bien, descartada la concepción agustiniana del lenguaje, ¿cuál es pues la noción de significado que nos propone el segundo Wittgenstein?

Nuestro filósofo nos invita a sustituir la pregunta «¿Qué es el significado?» por esta otra pregunta «¿Qué es una explicación del significado?». Esta última pregunta, a diferencia de la primera, nos inmuniza contra la tentación de buscar un presunto objeto correspondiente al significado, aquí no se pregunta por un trasunto candidato a significado sino por cómo funciona el significado. En este nuevo marco Wittgenstein nos explicará que el significado de una palabra es su uso, un uso que, como es de esperar y veremos, sólo será explicable en la medida que seamos capaces de atender a los contextos lingüísticos y sociales de dicho uso. Asimismo, en este nuevo contexto Wittgenstein nos va a hablar de juegos de lenguaje y formas de vida que, respectivamente, remiten, por un lado, a patrones simples de actividad lingüística que establecen reglas específicas y, por otro lado, a las costumbres, convenciones, en una palabra, a las prácticas sociales institucionalizadas. Las formas de vida serán la condición de posibilidad de los juegos de lenguaje mismos y, por tanto, tendrán prioridad respecto de éstos. Afinando un poco más nuestra primera definición wittgensteiniana del significado ahora podríamos decir que el significado de una palabra es su uso en el marco de un determinado juego de lenguaje que, a su vez, remite a cierta forma de vida. Es interesante que apuntemos aquí que el carácter histórico de las formas de vida, su variabilidad con el paso del tiempo, conlleva a su vez, de acuerdo con esta concepción, la historicidad de los juegos de lenguaje y, por tanto, finalmente, de los significados mismos.

De acuerdo con esta concepción nuestro filósofo nos va a proponer que cuando nos preguntemos «¿Qué significa bien?», «¿Qué significan tiempo, verdad o belleza?» no sucumbamos en el embrujo de la concepción agustiniana de significado, es decir, no reifiquemos las palabras «bien», «tiempo», «verdad», «belleza», etc. buscando un objeto con el que identificar cada una de ellas, sino que, por el contrario, pongamos toda nuestra atención en cómo usamos las mismas en el marco de determinados juegos de lenguaje que remiten a su vez a ciertas formas de vida, prácticas sociales, etc. Así, desde esta perspectiva, de lo que se trataría no sería tanto de preguntar por el significado de «bien», de buscar un objeto eidético, una idea trascendente que se le corresponda al estilo del Platón de La República, sino de mirar cómo usamos esa palabra de continuo en nuestro uso cotidiano del lenguaje ordinario. Lo que subyace tras esta traslación de la pregunta por el qué a la pregunta por el cómo es el intento por parte de Wittgenstein de mostrar que la fuente de gran parte de las confusiones filosóficas está en la tendencia a preguntar por el significado de una palabra aún cuando su uso ésta perfectamente claro en el lenguaje ordinario. Entraremos un poco más en profundidad sobre esta cuestión al final de este breve trabajo.

Pongamos ahora un par de ejemplos para clarificar lo dicho hasta aquí y para, además, dilucidar lo que se denomina dimensión pragmática del lenguaje:

Consideremos la oración «te voy a dar una galleta». Esta oración tiene uno u otro sentido en función del contexto lingüístico de enunciación. Así si esta frase es proferida por un padre a su hijo cuando éste está realizando una gamberrada da a entender que el padre va a castigar a la criatura mientras que se si es proferida ante un niño que es un cielo durante una dulce mañana de vacaciones sugiere lo que parece su significado más literal, a saber, que entrega una galleta al niño para que desayune y tenga energías para jugar durante todo el día. Este fenómeno, que usualmente se denomina dimensión pragmática del lenguaje, lo encontramos permanentemente en nuestra vida ordinaria. Por ejemplo, no tiene el mismo significado la palabra «energía» en boca de un científico como Einstein que en boca de Aramis Fuster -aunque ésta lo pretenda-, tampoco significa lo mismo la palabra «rey» si nos encontramos jugando a ajedrez o si nos hallamos, pongamos por caso, en un acto conmemorativo del 14 de Abril.

miércoles, julio 01, 2009

La crítica de Wittgenstein al modelo agustiniano de lenguaje

Se dice, o se suele decir, que el paso del primer al segundo Wittgenstein consiste en el trayecto que va de una teoría representacional del lenguaje a una teoría pragmática del lenguaje...

Si en el primer Wittgenstein lo esencial del lenguaje era su función descriptiva, el ser capaz de constituirse en imagen del mundo, en el segundo, el lenguaje tendrá muchas funciones, no sólo será un instrumento para describir sino un instrumento para muchas otras cosas. Asimismo nuestro filósofo en el paso que va de la filosofía del Tractatus logico-philosophicus a las Investigaciones filosóficas abandona un método a priori en el que la lógica jugaba el papel de trascendental para centrarse en un análisis del lenguaje ordinario. Este último tránsito supone, a un mismo tiempo, dejar de lado la seductora ficción platonizante consistente en buscar algo así como la esencia del lenguaje para centrarse en una concepción del lenguaje como un instrumento en cuyo uso ordinario que hacemos de continuo se manifiestan sus propias peculiaridades.

Gran parte de las Investigaciones son un esfuerzo destinado a realizar una crítica a lo que él llama concepción agustiniana del lenguaje. Según esta concepción el dominio del lenguaje viene a consistir en algo así como aprender a nombrar objetos. Bajo esta concepción, de una parte, cada palabra nombra a un objeto y, de otra, el objeto que representa la palabra es su significado. Estos objetos pueden ser interiores o exteriores, en el primer caso tenemos un referencialismo y en el segundo caso, si el objeto son, por ejemplo, las ideas, los qualia, etc., tenemos un mentalismo (Locke por ejemplo). Tenemos, así pues, una teoría del significado como correspondencia. Wittgenstein con vistas a criticar esta concepción del lenguaje y el significado nos propone imaginar cierta situación lingüística:

Hacemos entrega a un tendero de una nota en la que se encuentra escrito «cinco manzanas rojas». El tendero tiene cada una de sus frutas en un caja con un cartel que indica el nombre de ellas y tras leer aquél que pone «manzanas» se dirige a las manzanas, asimismo tiene una tabla con el nombre de cada uno de los colores y al lado una muestra de dicho color que le permite identificar el rojo y, finalmente, coge una manzana roja y piensa «uno», coge otra y piensa «dos» y así hasta que llega a «cinco». (Este ejemplo podemos encontrarlo en Ludwig Wittgenstein, Investigaciones filosóficas, CRÍTICA, Barcelona, 2008, concretamente en §1, §2 y §3)

El modo de proceder del tendero, su manera de actuar, es la prueba de que comprende el sentido de la oración «cinco manzanas rojas». Sin embargo, de acuerdo con la concepción agustiniana, teníamos que «manzana» designaba el objeto manzana, «rojo» el color rojo, pero y ¿qué pasa con «cinco»? ¿Qué objeto designa la palabra «cinco»? Wittgenstein considera que esta última cuestión no procede pero que, sin embargo, nos vemos interpelados a ella por la concepción agustiniana del lenguaje. Palabras como «cinco», «pronto», «o», «aún», «tiempo», «bien», etc. no remiten a objeto alguno y, sin embargo, no podemos deducir de aquí que carecen de significado. Wittgenstein con este ejemplo nos pone en evidencia que la concepción agustiniana del lenguaje no diferencia entre las diferentes clases de palabras. Por el contrario, en la concepción agustiniana se presupone siempre que nos las habemos con nombres como «mesa», «silla», «manzana», etc. y nombres propios de personas.

Íntimamente ligada con esta concepción del lenguaje está la opinión de que, en última instancia, la definición ostensiva, esto es, el acto de señalar profiriendo oraciones como «esto es una mesa», «esto es una manzana», etc. es la que dota de significados a palabras como «mesa», «manzana», etc. Si bien los que consideran el dominio del lenguaje como actividad de nombrar caen por lo general en la cuenta de la limitación de toda definición verbal, una definición verbal remite a otra definición verbal y así ad infinitum, consideran que es posible llegar a un momento en el que la definición ostensiva salve dicha regresión infinita. Wittgenstein también va a criticar esta idea poniendo de relieve que la ostensión sólo funciona en el marco de determinados contextos lingüístico pero nunca per se. Así si a un niño le mostramos un círculo rojo y le decimos «esto es rojo» puede que a partir de entonces llame «rojo» a los círculos, a cierta tonalidad concreta del rojo o a cualquier color en general. El hecho de que la ostensión per se no permita discernir cuando aludimos o no correctamente a un significado (carácter normativo del lenguaje) es suficiente para descartar -según Wittgenstein- esta idea del significado.

domingo, abril 05, 2009

El cono de Demócrito

He aquí una lección materialista de Demócrito...

Un cono siempre puede dividirse en dos cortándolo con un plano paralelo a su base. De este corte resulta, por un lado, un cono más pequeño y, por otro, un tronco de cono que conserva la base del cono inicial. Hasta aquí ningún problema. Ahora bien, y aquí viene la pregunta que nos propone Demócrito, ¿la base circular del nuevo cono (A1) y la superficie circular correspondiente al radio menor del tronco de cono (B1) son iguales o son diferentes?

Si A1 y B1 son diferentes entonces habremos de reconocer que nuestro cono no era un cono pues éste tendría una superficie “dentada” (sus generatrices serían algo así como escaleras) y si en cambio A1 y B1 son iguales entonces para cualquier corte como el anterior tendremos que An y Bn son siempre iguales luego tampoco tendríamos un cono sino… ¡un cilindro! Por tanto, A1 y B1 no son iguales y no son diferentes… ¿Cómo salimos de este entuerto? ¿Es posible salir de esta aporía?

Sabido es que la matemática la soluciona asegurándonos lo siguiente: A1 y B1 son iguales pues… ¡son la misma superficie! ¿Es ésta una solución verdadera o una falsedad en toda regla? Pensemos en una zanahoria… Si cogemos un cuchillo lo suficientemente afilado como para, siguiendo nuestras instrucciones anteriores, realizar un corte limpio de la zanahoria parece que a nadie en su sano juicio, esto es, a nadie salvo a aquellos que viven en el mundo ideal de la matemática, se le ocurriría afirmar que las dos superficies de cada una de las partes de la zanahoria equivalentes a las anteriores superficies A1 y B1 del cono son la misma… Algún sabio nos objetará: «¡Nos engañas! ¡Un cono no es una zanahoria!» Y… ¡en efecto! - responderemos- precisamente eso es lo que quiere poner de manifiesto Demócrito, a saber, ¡lo falso de toda ideación!

sábado, marzo 28, 2009

El primer rostro del último hombre

Si aludimos las tres transformaciones es porque nos dan el marco sobre el cuál cobra sentido la pregunta por el último hombre...

¿Quién o qué es el último hombre? ¿Dónde se ubica en el esquema de las transformaciones? ¿Qué tiene que ver ese último hombre con el nihilismo, con los tiempos modernos, con el superhombre, con nosotros mismos? Iremos respondiendo a estas preguntas. Por de pronto es importante volver a recalcar que para Nietzsche, tal y como hemos descrito, el estadio del león, la muerte de Dios y el nihilismo, traen consigo toda una sintomatología que anuncia el paso al superhombre, al estadio del niño, son signo de una mutación cultural, de una transvalorización de todos los valores cristianos que nos situará fuera de los límites de nuestra interpretación metafísico-moral cristiana del mundo. Ahora bien, este salto final hacia el superhombre no será sencillo, deberá salvar un último gran obstáculo: el último hombre. Nietzsche en su autobiografía filosófica titulada Ecce Homo, concretamente en el parágrafo 4 del último capítulo titulado Por qué soy un destino, escribe:

«En este sentido Zaratustra llama a los buenos unas veces «los últimos hombres» y otras el «comienzo del final»; sobre todo, los considera como la especie más nociva de hombre, porque imponen su existencia tanto a costa de la verdad como a costa del futuro. » (4)

Son, por tanto, «los buenos» los que son designados con expresiones tales como «los últimos hombres», el «comienzo del final», «la especie más nociva para el hombre», etc. Veremos que no sólo los buenos serán esos últimos hombres, habrá también otros últimos hombres que ahora no adelantamos. No obstante, todos compartirán un mismo lugar, todos habitarán el tramo final tras la muerte de Dios que aún no ha superado el nihilismo. Si Zaratustra enseña que «la grandeza del hombre está en ser un puente y no una meta», esto es, que el hombre es «un tránsito y un ocaso»(5), entonces el último hombre, sea el que sea, será justo eso, un ocaso, el comienzo del fin de dicho hombre; será el último en la escala humana, el último antes de que la tierra sea gobernada por superhombres, el último en la cuerda que, suspendida en el abismo, une al animal y al superhombre. El último hombre es el último hombre.

Ahora bien, ¿por qué a ojos de Nietzsche estos últimos hombres buenos son la especie más nociva? Porque imponen su existencia de alma bella, su mediocridad de rebaño, sus falsos horizontes morales, sus pequeñas satisfacciones y su felicidad vana y superficial «a costa de la verdad» y «a costa del futuro». Estos buenos hombres, según Nietzsche, se prolongan con la sombra de Dios porque son incapaces de llevar el nihilismo a su consumación total, porque no aceptan las consecuencias profundas de que Dios ha muerto, porque rechazan la verdad de que toda certeza que funde estas o aquellas presencias metafísicas se ha revelado, al igual que Dios, como nada. Así, los buenos son proclives a los trasuntos de Dios, buscan nuevos ídolos sustitutivos, sean éstos los de la razón, el Estado, el gregarismo, la compasión, los valores tradicionales secularizados o la promesa en una sociedad futura, para fundar nuevas interpretaciones metafísicas y sistemas morales. Éstos son nostálgicos, añoran las seguridades del viejo mundo cristiano, el viejo espíritu del camello. Nietzsche está convencido de que estos hombres son cristianos secularizados, de que tienen, igual que los antiguos cristianos, voluntad de nada, solo que esa nada ya no es la abstracción Dios sino sus imitaciones secularizadas. Estos últimos hombres son nihilistas pasivos inconscientes. Ellos no lo saben pero lo hacen. ¿El qué? Creer en la nada y, por ende, juzgar y desvalorizar la vida. Además, justo en la medida en que estos últimos hombres se niegan a asumir en su radicalidad la muerte de Dios, la erradicación total del lugar que funda el juego de toda metafísica moralizante, hipotecan el futuro pues postergan ad infinitum la llegada del mediodía, el advenimiento del superhombre, de una vida más allá del bien y del mal.

Éste es el primer rostro con que se nos aparece el último hombre, aquél que encontramos en Ecce homo. Ahora bien, a un mismo tiempo, en ese mismo rostro, tenemos la sospecha de que hallamos a muchos de los hombres de nuestra modernidad en crisis, a aquellos que todavía creen en alguna de las múltiples máscaras de la razón, en los proyectos de ciudadanía ilustrados, en la racionalidad comunicativa, en la igualdad y la justicia, etc. En él, como si de un espejo se tratara, podemos vernos, en gran medida, muchos de nosotros mismos. Contra él, sin embargo, nuestro filósofo lanzará numerosas diatribas a lo largo de su obra (6).


Notas

4. Friedrich Nietzsche, Ecce Homo, Libsa, Madrid, 2000, p. 328.
5. Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra, Alianza Editorial, Madrid, 2004, p. 38.
6. Algunas diatribas muy duras contra el hombre moderno pueden encontrarse en El Anticristo, Alianza Editorial, Madrid, 2006, pp. 31-32 y pp. 75-76, concretamente los aforismos 1 y 38.