sábado, agosto 19, 2006

Alegato a favor de una filosofía subterránea


Recorre toda la historia de la filosofía un singular encuentro entre lo formal y lo material, de hecho podemos encontrarlo ya en su génesis misma, dentro de las concepciones mítico-religiosas en que transcurrían la vidas de los griegos en la antigüedad. Por una parte, esa religión que se enmarca en la tradición órfica y que atribuye al hombre un vínculo con lo divino por cuanto es emanación de las cenizas de los Titanes fulminados por el rayo de Zeus. Bajo este imaginario el hombre en tanto que participa originariamente de lo divino tiene la capacidad de decir lo que la realidad es. Por otra parte, tenemos aquella tradición religiosa ejemplificada en los poemas homéricos. Aquí el hombre, al igual que Ulises, todavía se encuentra relacionado con los dioses pero, en la medida que intenta rebasar los límites de su mundo, los límites de lo corpóreo, para tocar lo divino y situarse en su perspectiva, se ve abocado a la tragedia, a lo absurdo de las mayores fatalidades y dificultades. No obstante, en la Odisea, Homero parece sugerirnos que, si bien los avatares de la razón humana acaban en tragedia, ese impulso a conocer, esa curiosidad por situarnos más allá de la frontera de nuestro conocimiento actual, arranca de nuestra hybris, de ese ámbito incontenible y transgresor que nos mueve desde lo desconocido de nuestra propia corporeidad. Continuando este hilo histórico, Pierre Hadot, en su libro ¿Qué es la filosofía antigua?, ha dicho que en el albor del epicureísmo hay una experiencia y una elección. La experiencia es la corporeidad, el reconocernos como sujeto que siente, como “carne” -en sentido fenomenológico- susceptible de sentir placer y dolor. Asimismo hay en Epicuro una elección: buscar la ausencia de dolor. En este mismo sentido Gilles Deleuze en su obra Spinoza: filosofía práctica afirma: «Spinoza propone a los filósofos un nuevo modelo: el cuerpo». Y, finalmente, también Marx en su célebre Prólogo de la contribución a la economía política escribía: «No es la conciencia del hombre lo que determina su ser, sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su conciencia». Vemos, por tanto, e insistimos por su importancia, que en toda una tendencia filosófica el principio está en la “carne”, la corporeidad, las relaciones materiales de existencia. Partir del cuerpo, éste es el enfoque materialista. No obstante, esta posición ha tenido que enfrentar a lo largo de la historia occidental un estrato cultural, un universo semántico, hegemonizado por la tradición cristiana, una tradición que ha invocado insistentemente a abandonar y reprimir el cuerpo. San Agustín, en particular, tematizó de forma célebre al «hombre caído» por el pecado original que experimenta la vergüenza de su propia desnudez. La corporeidad, en resumen, a lo largo de los siglos se ha identificado con lo impuro, lo devaluado en la jerarquía ontológica, lo pecaminoso, lo subversivo, lo revolucionario y, por tanto, con aquello susceptible de ser reprimido, purificado por el fuego santo de las hogeras, arrojado a las cloacas de la filosofía, junto a los parias.

Aunque no es el objetivo de este breve alegato realizar un estudio del origen y continuidad de esta oposición en filosofía, sí queremos llamar la atención sobre algo que nos resulta digno de desconfianza. Consideramos como mínimo necesario poner bajo sospecha ese discurso filosófico hoy ritualizado por los sacerdotes contemporáneos que desecha el materialismo de entrada, sin que medie consideración intelectual alguna. Toda esa línea filosófica subterránea materialista que nos invitara a pensar Althusser, esa corriente que ha trabajado, por no tener otra opción, cómo los topos, bajo tierra, y que va desde Demócrito y Epicuro hasta Marx, ha sido puesta en el abismo, arrojada al infierno mediante todo tipo de cruzadas inquisitivas y epítetos hirientes. Los epicúreos eran los cerdos del jardín, los comunistas la reencarnación contemporánea de Satanás, «Aquí yace Spinoza, ¡escupid sobre su tumba!» exclamaba un ministro de la iglesia reformada.

Pero, ¿por qué motivo estos pensadores levantan tales pasiones? ¿qué explica que cuando se llega a esta línea subterránea se apela vigorosamente a las vísceras? Volvemos a la oposición central de este alegato, es como si ese principio cognoscitivo que se sitúa en las circunstancias materiales, en sus relaciones sociales, en el juego y la relación de afectos, en la amalgama de sensaciones, hiciese estallar explosivamente toda hermenéutica hecha gramática, toda ideología dominante. Ese esfuerzo por pensar desde el cuerpo, desde los hechos y sus relaciones al desnudo, en su corporeidad, con las lentes de Spinoza diríamos literariamente, hace saltar añicos los presupuestos morales desde los que orientamos nuestras prácticas, las concepciones metafísicas a partir de las cuáles se definen nuestras identidades culturales y, desde las cuáles, interpretamos al hombre y su mundo. Esta actitud incendiaria, revolucionaria, la encontramos en Epicuro cuando nos llama a vivir sin miedo alguno a los dioses y a la muerte, en Spinoza cuando piensa la práctica de la libertad en el marco de una variabilidad de afectos que potencian o debilitan nuestra fuerza de vivir, nuestro conatus, en Marx cuando nos insta a meditar las relaciones sociales que hay tras toda circunstancia material histórica y concreta. Creemos que, al menos, parte del escándalo reside en ese tomar los conceptos y las categorías en función de su carácter desenmascarador de posiciones que aparecen como «claras y evidentes» por ser ideológicamente dominantes, de su capacidad para sacar a la luz intereses fácticos y relaciones de poder ocultas tras metafísicas de diversa índole. Esta actitud filosófica materialista provoca en nosotros un rechazo airado en la medida que subvierte la representación que tenemos del mundo, que toma todo aparato conceptual como una maquinaria desechable dispuesta a ser lanzada al estercolero de la historia. En un primer instante, insistimos, esa filosofía subterránea provoca una repugnancia instintiva fruto de su estricto carácter iconoclasta y desorientador, de su negativa radical a nuestra voluntad metafísica. Sí, repugnancia inicial, aversión que puede trocarse, no obstante, en una perspectiva fecunda si somos capaces de liberar nuestro pensamiento de prejuicios.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Es muy interesante que resaltes esa línea de pensamiento que atraviesa la historia de la filosofía y que ha sido marginada desde la entronización del Platonismo. Esta línea de marginales es sin duda la que ahora está siendo más estudiada.