jueves, enero 10, 2008

El mal político

Tratar de la cuestión del mal político exige detenerse en Nicolás Maquiavelo (1469-1527). Si a alguien ha tratado fatal la historia ha sido a Maquiavelo, su nombre ha servido para dar nombre al mal más malo, al mal político. Cuando se oye el nombre "Maquiavelo" se produce una "natural" aversión en nosotros. ¿A quién no se le ha recriminado alguna vez "¡eso es maquiavélico!"? La causante del despropósito de tomar el nombre de uno de los pensadores más importantes que inician la modernidad, intachable en su responsabilidades, honesto, ejemplo de coherencia y devoción, fundador del llamado republicanismo cívico, para denominar al mal político fue la Iglesia romana. El nombre del mal es por todos nosotros conocido: "maquiavelismo".

Así, el maquiavelismo político no es una creación de Maquiavelo sino una invención de la Iglesia. Ésta le robó el nombre al canciller florentino para nombrar el mal por, entre otras cosas, defender el poder temporal, el poder del Estado, por encima del llamado poder eterno, del poder del Papa. Aquí en la tierra no tenemos que supeditarnos al cielo, a Dios, sino a los poderes de que se dota la comunidad política. Maquiavelo fue el primero que incluyó entre las tareas del Estado cuidar y deberse al pueblo, antes sólo estaba al tanto de sacralizar los privilegios. Maquiavelo tampoco dijo nunca la célebre frase "el fin justifica los medios", se la atribuyeron los acólitos de Roma aun cuando ellos justificaban en nombre de Dios el uso de hogueras, torturas y demás atrocidades. Pero, incluso, aunque Maquiavelo hubiera dicho tal frase uno puede preguntarse contracorriente: ¿Qué puede justificar los medios si no un buen fin?

Maquiavelo lo que defendía era que si algo justifica determinadas acciones son los resultados. Parecido pero no es lo mismo. No es lo mismo el fin que moviliza unos u otros medios que los resultados obtenidos tras una determinada praxis. Un príncipe con virtú -digo bien, virtú- se diferenciará de uno que no la tiene por el buen resultado de sus acciones, a posteriori, nunca a priori. Al florentino no le valen los fines loables, no le sirve la excusa de una acción repleta de bondad, plagada de decorosas intenciones bajo una u otra convicción absoluta abstracta, llámese Dios, imperativo categórico o cualquier otra instancia sagrada, si lleva a la ruina a la comunidad política, al pueblo. Es más, Maquiavelo sólo defiende medidas extremas - no cabe citar cuáles, son por todos conocidas- de manera temporal, por brevísimo tiempo, cuando la situación es de excepción. Dada una situación de excepción, cuando la existencia misma de la comunidad política está amenazada carece de sentido respetar las normas, valores y leyes que ella misma ha engendrado. Es más, de poco servirán éstas una vez aniquilada la ciudad, la comunidad política, en que cobran vida. En situación normal, en tiempos de República, de principado estable, cuando los ciudadanos se identifican plenamente con su pueblo, leyes y costumbres, cuando viven en una comunidad ética, hay que ceñirse escrupulosamente al marco legal.

La ética de la responsabilidad, que se atiene a las consecuencias, y no a la supeditación a una u otra convicción, entraba en radical contradicción con el principio sagrado sobre el cuál se sustentaban la totalidad de las pruebas de la existencia de Dios. Dicho dogma rezaba: "la causa es más excelente que el efecto". ¿Existe belleza e inteligencia en el mundo, en la criatura, en el efecto? Sí, entonces debe haber lo más bello e inteligente que quepa imaginar en la causa del mundo, de la criatura, en el creador. Maquiavelo transgrede éste principio sagrado de la Iglesia: del mal puede devenir el bien, el mal político puede salvar la comunidad política y preparar las condiciones para la comunidad ética, para la República. El mal político, lo menos excelente, lo peor, en tanto que causa puede tener como efecto el bien político, algo mejor, más excelente.

Maquiavelo se adelantó en esto, como en otras muchas otras cosas, a su tiempo. Incluso hoy cuesta hacerse preguntas tales como: ¿vale el mal para conseguir el bien? ¿la paz puede conseguirse mediante la guerra? ¿puede la mentira servir a la verdad?

miércoles, enero 02, 2008

De la memoria

TX 32. Agustí: Confessions X,VIII,12...arribo als camps i amples palaus de la memòria <> on són els tresors d'innumerables imatges aportades <> per coses sensibles de tot tipus. Allí està amagat també el que pensem o augmentant o disminuint o variant alguna cosa del que els sentits han captat i totes les altres dades que hi són dipositades i conservades, en la mesura que no les hagi absorbides i soterrades l'oblit*. Quan hi sóc, demano que se'm presentin totes les imatges que vull, i algunes acuden a l'instant, d'altres es fan desitjar més temps i cal arrencar-les, com si diguéssim, d'uns receptacles més recòndits, d'altres es precipiten en massa i, mentre hom demana i cerca una altra cosa, salten al mig, com dient: «No som potser nosaltres?» I les expulso, amb la mà del cor, de la faç del meu record, fins que surt del núvol la que desitjo i s'ofereix als meus ulls des del seu amagatall. D'altres, encara, arriben fàcilment i en sèries ordenades, a mesura que les crido, mentre les precedents deixen el lloc a les següents, i, havent-los-el cedit, s'amaguen per a reaparèixer quan jo vulgui. És del tot el que s'esdevé quan conto alguna cosa de memòria. quod totum fit, cum aliquid narro memoriter.

De entrada Agustín nos remite a la noción de memoria propia de Aristóteles. Por tanto, define la memoria como receptáculo de imágenes originadas por las cosas sensibles, imágenes que, y esto es importante, no se reducen a lo captado por el sentido de la vista sino por todos y cada uno de los sentidos. Así pues, los objetos de la memoria son las imágenes sensibles que, a su vez, incorporan dentro de sí, en potencia, las formas inteligibles, esto es, los conceptos que dan con la esencia de las cosas sensibles mismas. De lo expuesto lo primero que cabe extraer es que la memoria resulta imprescindible al proceso de conocimiento mismo, sin memoria no habría imagen y sin imagen el acto intelectivo se daría en el vacío, no habría forma inteligible alguna que asimilar por el entendimiento. Esto entra en clara contradicción con la tendencia hoy dominante en los ámbitos del conocimiento, la enseñanza, incluso en el ambiente espiritual de nuestro tiempo, a valorar cada día menos la memoria.

Ahora bien, estas imágenes no son lo percibido en acto, sino una variación de lo percibido, un recuerdo más o menos tenue de lo percibido. De aquí que memoria y olvido vayan siempre unidas, que no pueda pensarse la una sin la otra. Supongamos que jamás olvidáramos nada o, lo que es lo mismo, que tuviéramos la capacidad de “recordar” absolutamente todo, si hablar de “recordar” tiene aquí sentido, que, en definitiva, tuviéramos una memoria absoluta. Bajo este supuesto estaríamos sencillamente locos, no sólo por el sufrimiento (o dicha) siempre en acto que implicarían determinados “recuerdos”, cosa no poco importante, ya Freud solía decir que “los histéricos sufren frecuentemente con sus recuerdos”, sino también porque los recuerdos mismos serían realidades como piedras, conviviríamos con los espectros del pasado, con los muertos de anteriores generaciones, con las vivencias pretéritas, como si fueran del presente. Incluso, quizá, si tuviéramos una memoria absoluta, no tendría sentido alguno la distinción entre pasado y presente. En lo concerniente a la identidad, ¿cómo se vería uno a sí mismo? ¿con qué imagen de mí mismo m
e identificaría si todas fueran actualmente iguales? Conviviríamos con réplicas nuestras por doquier, seguramente, quien sabe, experimentaríamos no un desdoblamiento de personalidad sino una multiplicación infinita de la misma. Además, sin olvido la fantasía no tendría espacio alguno para su juego, para reconstruir aquello que el recuerdo deja siempre en el olvido, no nos acordaríamos de esto o aquello de forma sesgada sino en su plenitud. Perdido el juego de la fantasía pasaríamos a ser seres tremendamente aburridos, hastiados, sin capacidad para crear historias fantásticas y mundos imposibles. Entre otras consecuencias, por ejemplo, no habría lugar para la literatura ni para la creación artística en general. Y si orientamos nuestra reflexión hacia el otro extremo... ¿Y si todo sucumbiera en el olvido? Si del olvido mismo nos olvidáramos, si no supiéramos de qué tratamos, de qué hablamos, al referirnos al olvido entonces tampoco sabríamos que es tener memoria, recordar, echar de menos, bajo este supuesto no tendríamos jamás un sentimiento de pérdida, de nostalgia, y si tampoco, tuviéramos éstos, no habría qué recordar, valorar, añorar o amar. Si todo sucumbiera en el olvido ipso facto tampoco habría posibilidad, según Aristóteles, de conocimiento alguno tal y como ya hemos dicho anteriormente, pero es que, además, tampoco tendríamos conceptos ni cultura alguna a partir de la cuál abordar objeto alguno, objeto que, claro está, tampoco podríamos retener en la memoria. Finalmente, no tendríamos identidad alguna a través de la cuál realizarnos, ¿cuál sería nuestra biografía?, ni tan siquiera hubiéramos surgido de la “noche del mundo”, no habría persistido lo real aparente de Hegel más allá de un instante puesto que, en última instancia, éste no es más que una imagen, una metafísica, un universo simbólico intersubjetivamente compartido a lo largo de nuestra existencia.

Si hasta aquí, en cierto modo, hemos resaltado lo positivo derivado del hecho de que la memoria o el olvido no sean absolutas, abordaremos ahora, por el contrario, el lado oscuro, lo negativo, de la memoria cotidiana. Y que mejor para tratar de lo negativo que Schopenhauer. Muy famosas son sus advertencias respecto a la memoria, es más, apuntan en cierto sentido al psicoanálisis de Freud. Schopenhauer, como Aristóteles y Agustín en el texto objeto de este comentario, hace la distinción en el seno de la memoria misma entre imagen sensible y concepto, además, para el filósofo alemán la primera tiene más fuerza, persiste más tiempo y mejor, más fidedignamente, en la memoria, que la segunda. Así para Schopenhauer, cuando, por ejemplo, perdemos a la persona amada reside en nosotros con más fuerza las sensaciones, los sentimientos, etc. que vivimos con aquella persona amada que el concepto que teníamos de la misma. Este hecho lejos de dar lugar al placer es, por el contrario, dada la pérdida, una fuente permanente de dolor. De esta manera las imágenes o recuerdos traumáticos que persisten en la memoria sin ser reprimidos pueden dar lugar a la locura, a neurosis diríamos con Freud. Por tanto, volviendo a los términos de Schopenhauer, la voluntad, con vistas a preservar la vida, romperá el hilo de la memoria lanzando al olvido el recuerdo traumático. También advierte el insólito filósofo alemán de las malas pasadas que juega la fantasía, esto es, de la capacidad de reproducir mentalmente en la imagen los huecos que no somos capaces de recordar. Por ejemplo, cuando tras largo tiempo sin ver a un familiar volvemos a encontrarnos con él experimentamos la extraña sensación de un curioso desajuste entre el recuerdo mediado por la fantasía y lo sensible en acto presentado a nuestros sentidos, la presencia fáctica de dicho familiar. Dicho desajuste entre la imagen fantasmática y el sensible suele ser fuente frustraciones varias, aunque también de consuelos. Por ejemplo, no es difícil citar, a modo de ilustración, el recuerdo idílico de un ser querido que se encuentra lejos y que el nuevo trato personal nos hace redescubrir los rasgos que antaño nos molestaban y enojaban o, en el otro sentido, cuando una persona querida muere nos resulta un consuelo recordar sólo lo bueno de aquella persona, su imagen fantasmática, idealizada. Bajo este contexto hay en Schopenhauer una invitación explícita a pensar cierto mecanismo selectivo: «Cada uno tiene el máximo de memoria para lo que le interesa y el mínimo para lo que no le interesa».

Lo dicho finalmente nos lleva a realizar una pequeña fenomenología del recuerdo, cosa que también hace Agustín en el fragmento que estamos comentando. Para Agustín estarían los recuerdos voluntarios que llegan instantáneos, los recuerdos voluntarios no instantáneos y los recuerdos involuntarios. Más allá de la interesante clasificación de los “recuerdos”, lo realmente interesante, a mi modo de ver, reside en cuáles son los mecanismos psíquicos que ubican cada recuerdo en uno u otro tipo dentro de la taxonomía agustiniana. La dilucidación de tales mecanismo respondería a la pregunta clave siguiente: ¿Qué recordamos y por qué?

La importancia de la memoria no sólo fue resaltada por Aristóteles sino también, y quizá de forma mucho más explícita, por pensadores sumamente críticos con el Estagirita tales como Epicuro y, mucho después, ahora ya en pleno Renacimiento, por el nolano Giordano Bruno. Para finalizar citamos uno de los pasajes filosóficos más bellos acerca de la memoria. Epicuro, cuando está a punto de morir, escribe a su discípulo Idomeneo: «En el día más feliz y al mismo tiempo el último de mi vida, te escribía yo por esto: me acompañan tales dolores de vejiga y de intestino como no puede haberlos más agudos, pero a todo ello se opone el gozo de mi alma al recordar nuestras conversaciones pasadas; tú, tal como corresponde a tu buena disposición, desde joven, hacia mí y hacia la filosofía, cuida de los hijos de Metrodoro» (D. Laercio, X, 22). En este pasaje que constituye la última lección de Epicuro la memoria tiene la función de fármaco contra los dolores físicos, la memoria es concebida como un depósito de placer catastemático que, llegado el momento, siempre puede oponerse al dolor cinético.