jueves, agosto 31, 2006

Greta Garbo... haciendo posible lo imposible...


No es por causalidad que Greta Garbo fuera bautizada en vida como "La divina", su belleza parece no pertenecer a este mundo, es como si estuviera situada más allá, en el ámbito de lo «eidético», en el mundo de las ideas con existencia separada e independiente de nosotros, allí donde no hay devenir, donde no hay generación ni corrupción, donde no pasa el tiempo. No obstante, paradójicamente, es más justo afirmar que Greta Garbo es la prueba de lo extraordinario, de lo que no ocurre todos los días pero no por ello es menos real, de que en el más acá, sin precisar de metafísica alguna, se hace carne, cuerpo, la idea de lo bello en Platón.

No es de extrañar pues que Greta Garbo desapareciera de la pantalla a temprana edad, antes de que asomara el transcurso del tiempo por su rostro inmaculado. Greta, como la idea de lo bello en Platón, tenía que existir ajena al devenir, debía preservar su «eidos» corporal aquí como si se tratara de la idea platónica de lo bueno, lo bello, en el más allá. Sólo de esta forma podía conservarse el mito para todo ambiente espiritual, independientemente de la época, más allá de la historia, sólo así podía quedar incólume la idea de ella, de su belleza, de su rostro hecho mármol sin mácula alguna.

Y si Greta Garbo es la idea platónica en el más acá, en el mundo de la materia, de lo corpóreo, entonces, increíblemente, se hace posible su contemplación vía un éxtasis sócrático sin morir, con los sentidos, sin abandonar lo que somos, esto es, carne, sujetos de pasión. Gracias a "La divina" es posible el amor sublimado en vida, querer aquí aquello que no se tiene ni se tendrá jamás y, además, correr el riesgo de quedar petrificado frente a su belleza, sumergido en la melancolía eterna, preso irremediablemente de su imagen.

miércoles, agosto 30, 2006

Soma...


Y a pesar de todo... ¿cabe no perder la ilusión? «La esperanza es el sueño del despierto» afirmaba Aristóteles.

De simpatía pegadiza,
graciosilla,
con salero andaluz.
Vergonzosa,
de arranques comedidos
e impulsos empáticos.

Se oculta tras sombras inescrutables,
tras silencios que aclaman atenciones.
No se deja, no anhela amistades,
para ella todo hombre es un Hércules.

Ojos negros, brillantes,
sus pupilas desprenden haces de luz estelar.
Sus miradas son esquivas,
reflejo de ausencias,
quizá carencias.

De pelo liso, negro,
deslizándose sobre sus hombros,
escondiendo la mitad de su bello rostro.
Menudita toda ella,
facciones finas,
con curvas que definen, delimitan,
un universo corpóreo helénico.

Gestos al frente,
que escinden espacio y tiempo.
Manos finas,
dedos que alargan expresiones,
que escapan al lenguaje de sus labios.

De imagen melancólica,
paralizante,
te sumerge en el quietismo metafísico de las esencias,
como la divina,
como la Garbo,
imposible de amar activamente.

Una experiencia libidinal más
que avanza al abismo enigmático del olvido...
un día nada de esto será,
ni siquiera lo más bello perdura,
todo es efímero, fugaz.

lunes, agosto 28, 2006

«Misterios del Horizonte» de René Magritte


¿Uno o tres hombres? ¿Tres hombres con diferente actitud frente a un mismo destino u horizonte? ¿Un único hombre con predisposiciones distintas? ¿Por qué una Luna sobre cada sombrero?

Todo símbolo es significado y significante. El significante es aquello que nos deja el autor en su ausencia, lo dado, lo que se nos muestra. El significado es el sentido que damos al cuadro, lo que interpretamos del símbolo, de la pintura en este caso, el producto del ejercicio de nuestra razón. Significado y significante conforman la obra luego ésta es producto de autor y observador convertidos ambos en artista.



¿Qué interpreto yo frente al cuadro «Misterios del Horizonte» de Magritte?


Por un lado, en el horizonte, la Luna, imperturbable, siempre idéntica a sí misma, con igual figura. En el cuadro de Margritte se nos muestra el cambio, el movimiento local, la translación de un lugar a otro en el espacio de la Luna. Es precisamente este movimiento de nuestro satélite el que permite entender el desplazamiento del hombre de sombrero y ello porque el cambio, el tiempo, sólo puede entenderse en relación a un desplazamiento idéntico a sí mismo, siempre igual, de otro. Así pues, el movimiento local del hombre sólo es posible entenderlo a partir del movimiento local de la Luna.

Por otro lado, al pensar en el horizonte y en la Luna pinchada en él, en nuestra mirada perdida en el horizonte infinito, viene a mi el pensamiento de lo eterno, de lo siempre idéntico a sí mismo y, por tanto, de aquello que se encuentra fuera del tiempo. Insisto, cuando miramos al horizonte no percibimos cambio alguno y, por tanto, diríamos que, en dicho horizonte, no hay tiempo. A modo de síntesis, acude a mi la idea de lo eterno más allá del tiempo.

Así llegamos con Magritte a una aporía, a una contradicción. De una parte, el horizonte como condición de posibilidad para entender el cambio y el tiempo del hombre del sombrero, de nosotros, de otra parte, ese mismo horizonte siempre idéntico a sí mismo y, por tanto, fuera del tiempo. Temporalidad y atemporalidad referidas a un mismo concepto, el de horizonte.

domingo, agosto 27, 2006

Dos cuerpos que piensan...


Dos pensadores, dos actitudes frente a la realidad, dos prácticas. Uno piensa que significante y significado forman una unidad inseparable, que el mundo tiene su sentido independientemente de él, el otro considera que la realidad es mero significante, que es absurda, que el significado lo ponemos nosotros, que constituimos el mundo mediante significaciones proyectadas. El primero busca el sentido del mundo y de su existencia, viaja, se desplaza de una geografía a otra, conoce diferentes culturas, contrasta, luego moviliza su pensamiento, produce nuevos conceptos y desecha otros que ya le parecen caducos a tenor de la experiencia, persevera en su actitud siempre encaminada a captar una lógica inmanente a la realidad. El segundo no busca un sentido que considera no tiene la realidad, ésta le aparece como simple contingencia, como un conglomerado desordenado e indistinto de acontecimientos, entonces se queda en casa, opta por la vida sedentaria y se decide a hacer uso de la razón, inventa, pone la unidad en el caos, crea diferencias en lo indistinto, y ello aún estando convencido de que el sentido no es más que mera ilusión, capricho puesto por el sujeto. El primero atiende a la epifanía del sentido, si es cauto desecha las palabras que considera no dicen nada de las cosas y sus relaciones, hace acopio del mínimo discurso que cree apunta a lo real, sabe que por muy potente que sea el sistema de conceptos de que dispone jamás aprehenderá la complejidad de lo real, esto lejos de sumirlo en el quietismo lo activa como si de un reto se tratara, busca una lluvia de conceptos que rodeen lo concreto, por el contrario, si es dogmático queda paralizado melancólicamente frente a la imagen del mundo que le proporcionan sus conceptos y, además, confunde esta imagen con la realidad misma, es un metafísico. El segundo si es pesimista acaba sumergido en el abismo enigmático del silencio, posiblemente reniega de la filosofía, si es optimista acaba languideciendo agotado por una voluntad de representación que considera siempre artificial, simple apariencia. El primero posiblemente era un lector apasionado de Epicuro, de Spinoza y Marx, el segundo, sin lugar a dudas, un admirador de los escépticos, de Hume, Berkeley y, casi seguro, del primer Sartre.

sábado, agosto 26, 2006

Corporeidad frente a “yo” metafísico


El “yo”, el sujeto, es ese punto metafísico del que parte todo idealismo. En ese lugar allende los límites de nuestro mundo material se ha situado la prueba de nuestra existencia. Descartes afirmaba en su célebre frase: «(yo) pienso luego (yo) existo». El materialista objetará, al estilo de Spinoza, alertando acerca de la famosa inversión entre causas y efectos: “Disculpe, es justo al contrario, usted piensa porque, de entrada, existe”. Más aún: También se ha encontrado en este concepto de “yo”, en esta idea de sujeto trascendental, el fundamento de la libertad que -a juicio de Kant- es la condición de posibilidad misma del fenómeno moral. Kant, en su Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres, argumentará al respecto que si el sujeto no es libre tampoco se le puede considerar responsable de sus actos. Ya advertía Nietzsche, en el marco de una crítica marcadamente individualista, que aquí subyace una moral de esclavo, una metafísica del ¡vigilar y castigar! No obstante, no hay, a nuestro juicio, argumento más poderoso contra este postulado kantiano de la libertad que el inspirado en la siguiente sentencia de Spinoza: «no nos inclinamos por algo porque lo consideramos bueno, sino que, por el contrario, consideramos que es bueno porque nos inclinamos por ello». Nuevamente hallamos aquí ese genial intercambio spinoziano entre las causas y los efectos. Nos permitimos insistir en este punto porque se trata aquí de un nudo gordiano en toda crítica al idealismo. El error -según el pulidor de lentes- consiste en tomar la causa por el efecto y el efecto por la causa, ésta es precisamente la fuente de tantos malos entendidos. El error idealista encuentra su explicación en una ilusión de la razón (ilusión de las causas finales) que es consecuencia del hecho que nuestra conciencia cuenta sólo con los efectos somáticos producidos en ella por otros cuerpos. «Así es como un niño cree desear libremente la leche; un joven furioso la venganza; y un cobarde, la huida» dice Spinoza. El niño cree inclinarse a beber leche desde la libertad, desde su autonomía, porque le parece buena para él pero, en realidad, le parece buena, la bebe, porque en el origen se sitúa la inclinación, la apetencia hacia ella. En el marco del materialismo, en consecuencia, únicamente es posible pensar la libertad circunscrita en el juego de relaciones materiales, en el marco de las pasiones, de los afectos, de las relaciones sociales, etc. El sujeto no puede eludir la contingencia a la hora de determinar e imponerse a sí mismo la ley moral sino que, por el contrario, dicho sujeto dispone, a lo sumo, de una «autonomía relativa» a sus condiciones materiales de existencia. El materialismo considera, por tanto, que no hay libertad absoluta en el ámbito de la razón práctica, que no hay lugar alguno para una metafísica de la libertad.

Para Kant las decisiones que preceden a toda práctica moral son racionales porque remiten a un principio moral, el Imperativo Categórico (IC), que se encuentra en la estructura misma de la razón, al margen de toda contingencia. El sujeto moral, por tanto, es racional en la medida que sigue el IC y aplaca, caso de ser necesario para actuar en conformidad con dicho imperativo, sus inclinaciones, sus impulsos naturales, en una palabra, su corporeidad. Razón y cuerpo, pensamiento y condición material, si bien forman parte de la concepción dualista del hombre que tiene Kant, aparecen en una escisión infranqueable que es condición sine qua non de la acción racional, incluso dicha división parece imprescindible a la definición kantiana de aquello que constituye la dimensión humana por antonomasia. El materialista se encuentra en el polo opuesto de todo este esquema, éste sitúa el punto de partida en el cuerpo, no entiende la razón al margen de nuestra naturaleza, de nuestros impulsos, sino, por el contrario, como parte indisoluble de una unidad somática insoslayable. La concepción antropológica materialista, su imagen del hombre, arranca del hecho sorprendente que expresa el siguiente enunciado: hay cuerpos que piensan. La corporeidad es la condición de posibilidad de nuestro pensamiento y de la cultura en general, su soporte. Las circunstancias materiales, en el sentido más amplio, son las que hacen posible los procesos deliberativos entorno a cuestiones éticas. Las normas morales, los conceptos, las categorías e identidades culturales desde las cuáles pensamos la realidad hayan sus cimientos en el cuerpo, en las circunstancias y en las relaciones sociales que configuran las diferentes realidades materiales. Por tanto, para un materialista, en oposición a Kant, como veremos, el IC es contingente, únicamente puede arrancar de la experiencia del cuerpo, así como de la vivencia de vernos arrojados a una situación histórica concreta.

Además, para el materialista ese “yo autotransparente y autoafirmativo” que se impone a sí mismo la ley moral desde la autonomía trascendental no pasa de ser una ilusión, una visión ingenua del fenómeno de la conciencia misma que brota de una hipóstasis de la razón, de poner como premisa esa entidad metafísica moderna, burguesa por excelencia y característica de todo humanismo, llamada “sujeto”. La separación entre mundo natural e inteligible, entre reino de la necesidad y reino de la libertad, expresada en la tercera antinomia kantiana, le aparece al materialista como mero artificio, como una dualidad puesta por el entendimiento que Kant considera con una carga ontológica que no corresponde. Y las consecuencias de toda esta sublimación idealista de la razón que tendrá su máxima expresión en el romanticismo decimonónico no terminan aquí. El materialismo va a ver en ese “yo autotransparente” típico de la ilustración una cortina de humo que, en sintonía con la moral cristiana, va a obstaculizar la atención y la exploración de aquellos impulsos, apetencias e inclinaciones que operan desde lo desconocido del cuerpo. Paradójicamente, en este punto descansará lo irracional del racionalismo ilustrado del siglo XVIII y su continuación. La amnesia respecto a lo corpóreo hace incomprensibles e incontrolables los impulsos que hay tras la razón misma, la ignorancia respecto a las relaciones sociales, a las condiciones materiales de existencia, prepara el terreno a la ideología dominante y a su función mitificadora, ritualizadora de discursos. Toda esta ausencia de memoria respecto a la materia y su organización allana el camino a la prostitución de nuestro cuerpo por el mercado y el consumismo ciego, nos deja inermes frente a aquellos placeres que no son ni naturales ni necesarios, prepara, incluso, en los albores de este siglo XXI, las bases de ese nuevo holocausto imperialista simbolizado en Guantánamo.

viernes, agosto 25, 2006

Brujilla...


Sólo ella sabía, sólo ella veía, sólo ella sentía qué había tras mis palabras...


Es una brujilla,
pero no cualquier brujilla,
ella es mi brujilla,
sí, la mía.

Encontrados por azar, en el texto,
congeniaron nuestras gramáticas,
amanecieron al alba nuestros versos.

Empezamos por el arte y,
sin embargo, ella era arte.

Continuamos con nuestra historia,
con nuestras vidas pero,
ella era el vivir,
el mío, el tuyo, el suyo.

Y vivo porque anido en ella,
en un rincón enigmático de su ser,
en sus palabras, en sus pensamientos,
en sus gestos, en su voz,
en su sonrisa.

Sí, que es una brujilla,
magia son sus palabras,
su soltura y su carisma.

Sólo hace falta ver sus ojos,
flechas de instantes sublimes,
conjuros que hechizan almas.

Y su cabello,
negro, color carbón,
largo, desafiando gravedades,
levitando sobre espacios infinitos.

Y su sonrisa, expresando
torrentes de ingenio,
inquietudes de mente y cuerpo,
empatías inconmensurables.

El tiempo, el lugar,
no pueden con ella,
se imagina aquí y allá,
rebasando límites,
sin fronteras.
Es el pensar de Zenón
hecho carne,
escapa entre instantes,
es el ¡ahora!.

Es una brujilla,
pero no cualquier brujilla,
ella es mi brujilla,
sí, la mía.

miércoles, agosto 23, 2006

«Los amantes» de René Magritte


De un amante de Greta Garbo, de alguien que la ama y la amará siempre porque no podrá jamás realizar su amor hacia ella, porque siempre la sentirá como falta, como ausencia, pues ella es imagen, forma («eidos»), concepto.


Partiendo de la tesis de Aristipo y Epicuro que nos considera cuerpo, «carne» en sentido fenomenológico, sujeto de emociones y pasiones, seres sintientes, polvo enamorado diría de forma poética, subyace subterránea, manejando cual titiritero el quehacer del humano constuido en sujeto, la dinámica del deseo. Esta es una premisa básica del materialismo filosófico que parte de Aristipo y Epicuro para llegar hasta Marx pasando por Spinoza, el Marqués de Sade, D'Holbach y otros.

De entrada, el sujeto cree que piensa libremente, delibera y elige a su antojo, pero la realidad es otra muy distinta. ¡Todo es mucho más perverso! Tras la ilusión de la razón, del libre pensamiento, se encuentran las razones de ese algo del cuerpo que llevamos siempre con nosotros y nos es desconocido. Freud lo llamó inconsciente, Agamben se refiere a ese algo de nosotros en un sentido más amplio como nuestro Genius. ¿Quién controla sus miedos y sus fobias? Tú, -¡ Sí, tú !- que lees este texto, ¿crees que ahora estás pensando lo que se te antoja? ¿Por qué ahora piensas lo que piensas y no otra cosa? ¿Cómo se da la relación entre el pensamiento de mover tu mano y su movimiento de facto? El libre albedrío, como la inmortalidad y la existencia de Dios más allá de nuestro pensamiento, son las tres grandes mentiras de las tres religiones monoteístas del Libro. La sublimación del libre albedrío, las diferentes metafísicas de la libertad, son argucias propias de los sacerdotes que teorizan acerca del «cuerpo caído», de aquellos que demonizan toda forma de materialismo filosófico.

En eso que hemos dado en llamar Genius se aloja el deseo, un deseo que siempre es imagen y que, por tanto, tiene su propia gramática, su propia lógica. La dificultad de expresar el deseo, el hecho que siempre habite en nuestra intimidad respecto a lo Otro e, incluso, respecto a nuestra conciencia misma, reside precisamente en que dicho deseo está constituido por imágenes. Media un hiato abismático entre palabra e imagen, aquella no puede aprehender a ésta, de aquí la dificultad de su expresión. Además, la imagen constituyente del deseo es transgresora y mágica a la vez, es un espectro que habita en nuestro interior y que dictamina, en función de una dicotomía entre placer y displacer, cuál es nuestra práctica cotidiana e incluso qué es aquello que pensamos, lo que adviene a nuestra conciencia, lo que aparece a nuestro yo. Resumiendo, la tesis es que la compasión, el odio, la angustia, el hambre, etc. que afloran frente a la imagen constituyente del deseo producen nuestro pensamiento.


Así, el amor en tanto que deseo, "inclinación a", "predisposición erótica a", sigue toda esta lógica. El amado moviliza a la amante, la amada moviliza al amante pero aquí, esto es lo importante y la clave que hay que entender, la amada o el amante no son los individuos concretos sino las imágenes respectivas que constituyen el deseo de uno y otro. Así los dos amantes anónimos del cuadro de Magritte sólo pueden aparecer sin rostro, cubiertos por un tupido velo, pues el deseo no está constituido por los rostros, símbolos de identidad cual nombre de los concretos, sino por la imagen constituida en los respectivos Genius de uno y otro enamorado. Sólo amamos la imagen que constituye nuestro deseo. En este sentido, el amor jamás puede consumarse, siempre es vivido como ausencia, como falta, como frustración, y ello es consecuencia del carácter inconmensurable entre imagen (forma, «eidos») e individuo concreto.

Hay una sentencia muy simple de Calderón de la Barca que me tiene cautivo, que desde hace muchos años me sumergió en un hechizo del que no me es posible escapar: «La vida es sueño». En ningún otro lugar como en los sueños se manifiesta de forma tan clara esa identidad, esa conexión, entre deseo e imagen. Nuestra vida, la realidad vivida, en tanto que atravesada por la dinámica y forma constitutiva del deseo, es efectivamente sueño, sólo sueño.

martes, agosto 22, 2006

Pensar sin límites como Giordano Bruno...


Una noche de Febrero de 1600, Roma, plaza Campo di Fiore, en el centro prende una hoguera, su fuego consume el cuerpo de una de las mentes más inteligentes y maravillosas que hayan existido jamás. Giordano Bruno (1548-1600), quemadas sus obras por la Santa Inquisición, acallado tras los barrotes de las cárceles de la Iglesia durante más de diez años, negándose instantes antes de que prendiera su cuerpo a besar un crucifijo, quemado vivo en las llamas del fuego «santo y purificador», con la lengua atada a un palo para que no pudiera hablar.

Pero, para la Iglesia católica, apostólica y romana, con el Papa Clemente VIII al frente, ¿qué motivo justificaba tal condena? ¿a qué palabras se quería poner límites? ¿qué discurso se quería lanzar al abismo enigmático del olvido, al silencio eterno?

Giordano Bruno fue condenado, entre otras muchas cosas, por panteísta, por creer que la naturaleza era divina, que había una racionalidad divina inmanente a la naturaleza, un fuego artístico, un spiritus, -recordemos a los estoicos- que estructuraba y daba razón de la lógica inherente al universo. Esta idea chocaba directamente con la versión cristiana de la concepción aristotélica según la cual el elemento ordenador de la realidad es una divinidad situada más allá (fuera) de nuestra naturaleza. Bajo esta concepción, esta divinidad, el Dios de los cristianos, organiza la naturaleza no con carácter inmanente sino desde el más allá y, en tanto que sujeto de deseo, moviliza la naturaleza toda como la amada mueve al amante. Así mismo, para Bruno el ámbito divino coincidía con la naturaleza toda y no se limitaba al Cielo (ámbito supralunar, desde la Luna hasta la esfera de las estrellas fijas) y al más allá como en Aristóteles. Había en Giordano Bruno, por tanto, a pesar de no ser un pensamiento completamente secularizado ajeno a toda metafísica, un intento de explicar la naturaleza desde la propia naturaleza, sin recurrir a la instancia de lo divino en el más allá. Es más, en el plano moral, podemos decir que su posición elevaba el valor ontológico de nuestro mundo y sus seres pues los reconocía atravesados por lo divino.

Además, defendió el genio de Bruno, basándose en la simple observación y la filosofía conocida en la época, que «el sol es una estrella y las estrellas son soles» por lo que debía haber infinitos mundos en nuestro Universo, idea esta última en línea con el materialista Epicuro. Asimismo la idea de la existencia de infinitas estrellas e infinitos mundos le permitía explicar la estabilidad relativa del Universo sobre la base de la teoría estoica de los vapores húmedos que alimentaban el fuego artístico, divino. De nuevo se encontraba aquí Bruno en conflicto directo con la doctrina oficial de la Iglesia, de tamiz aristotélico, que consideraba que sólo habia un único mundo identificado con el Universo y que en su centro, en la cloaca ontológica del ser, estaba la tierra y sus seres. La defensa de infinitos mundos era rechazada por la Iglesia por motivos religiosos, no filosóficos, pues la existencia de infinitos mundos conducía, según la autoridad eclesiástica, a tener que reconocer la existencia de infinitos Cristos, uno para cada mundo.


No es de extrañar que Bruno motejase el aristotelismo de su época como pedantismo. La Iglesia tomó el aparato conceptual de Aristóteles como si de la realidad misma se tratara, constituyó el pensamiento del Estagirita en una metafísica sierva de la religión cristiana. Criticar, poner bajo sospecha, el aparato conceptual aristotélico, tal y como hacía Bruno, era arremeter directamente contra la religión y la autoridad de la Iglesia, contra las ideas que sostenían su poder. Pero si los conceptos de Aristóteles eran la realidad misma y, por tanto, más allá de la luna todo era divino, eterno, incorrompible, quinta esencia... ¿Qué sucedió cuando en 1572 Tycho Brahe observó el nacimiento de una nueva estrella? ¿Qué pasó cuando se produjo una nova y, además, se comprobó que estaba situada más lejos que la esfera lunar? ¿No era el Cielo un ámbito de lo eterno en el cual no podía haber generación ni corrupción alguna? Una opción era cambiar los conceptos contra viento y marea, aunque éstos sirvieran para alicatar el poder eclesiástico, aunque se rompiera con la representación del mundo de entonces, otra opción era recurrir a escatologías de diversa índole para sembrar el miedo y someter el pensamiento a la oscuridad de las supersticiones, en la tiniebla de la superchería. La Iglesia siempre fue y sigue siendo amiga de esta última opción, le agrada esa pulsión de muerte que supone recurrir al infierno, a los castigos divinos, etc. para negar la vida. Se mostró también enemigo de este proceder terrorífico Giordano Bruno: «El infierno no existe pero es el temor infundado de que existe lo que hace del infierno un realidad». Hay de nuevo en esta manera de pensar una similitud a Epicuro, el de Samos afirmaba que los dioses permanecen ociosos, sin entrometerse en los asuntos humanos ni ocuparse de estructurar la naturaleza. Ambas actitudes, la de Giordano y la de Epicuro, se definen por un rechazo contra las representaciones de la realidad, las ideas, etc. que se alzan para provocar el miedo, el terror y el sufrimiento. No obstante, Bruno, a pesar de mostrar su rechazo a las visiones escatológicas como Epicuro, se decanta - tal y como hemos visto, en línea con el estoicismo- por una divinidad inmanente que es principio organizador del Universo. La divinidad de Giordano Bruno, por tanto, no permanece plenamente ociosa como en el caso de Epicuro.

Para Bruno el Universo era Infinito, carecía de límite alguno. Consideraba el nolano que la posición eclesiástica, nuevamente de corte aristotélica, que afirmaba que el mundo, identificado con el Universo, era finito y terminaba en la esfera de las estrellas fijas, era una concepción que nos encerraba en un presidio, en una cárcel cuyos barrotes eran precisamente esas estrellas fijas, eternas, propias del ámbito divino. Bruno no soportaba verse cerrado, limitado. Esta actitud dice mucho de como entendía el ejercicio del pensamiento... para el nolano el pensamiento no podía verse constreñido a límite alguno, menos aún a los límites impuestos por la religión. Bruno consideraba que el aristotelismo, en la medida que era un discurso ritualizado por el poder eclesiástico, en la medida que era siervo de la religión, se constituía en la negación del pensamiento filosófico, esto es, del pensamiento científico, con vistas al conocimiento.

Bruno con su actitud consecuente hasta el final, con su negación a rectificar aún sabiendo el destino ígneo que le esperaba a manos de los sacerdotes, con su negativa a someterse a la autoridad y el miedo, se convirtió en ejemplo, en paradigma, de intelecutal que defiende la independencia del pensamiento y la filosofía frente a la religión y el poder. Quizá esta actitud de Giordano Bruno debería ser reconsiderada por muchos intelectuales a día de hoy, aún corriendo el riesgo de ser considerados «locos» como el nolano. Todo aquél que rompe con el discurso hegemónico, con la ideología dominante, ha sido siempre visceralmente atacado por los que detentan el poder en nombre de intereses mezquinos. Acaso, a lo largo de la historia, no se ha demonizado, como antes a Giordano Bruno, a Robespierre, Zola, Lenin y tantos otros... Qué intención hay tras la acusación de locura sino la de someter toda voz a la gramática del poder. Ese no avenirse a la gramática, a la ideología dominante, fue el motivo de fondo que impulso a la Iglesia a condenar al genio de Giordano Bruno.


Nota: Para acceder a estudios de gran profundidad acerca de Giordano Bruno recomendamos encarecidamente los libros del profesor Miguel Ángel Granada: «Universo infinito, unión con Dios, perfección del hombre» y «La reivindicación de la filosofía en Giordano Bruno». Ambos libros editados en Herder.

lunes, agosto 21, 2006

La ideología es al quehacer humano lo que la gramática al lenguaje


Esta cuestión fue tratada de manera magistral por el filósofo francés Louis Althusser (¡otro apestado!, ver mi artículo anterior «Alegato a favor de una filosofía subterránea»), inspirado por Spinoza, Marx y su contemporáneo Lacan, en su obra Ideologías y Aparatos Ideológicos de Estado. Cuando una persona habla no piensa el orden en que dispone las palabras, la gramática del lenguaje aflora desde lo desconocido del cuerpo, de manera misteriosamente automática. La ideología dominante, una vez alojada en nuestra estructura somática, funciona de manera similar a la gramática. Cuando el lector de este breve trabajo pasa su mirada sobre estas líneas, cuando estas palabras dispuestas negro sobre blanco no le aparecen como una amalgama de símbolos desordenada y sin sentido alguno, está operando de manera espontánea la ideología hecha gramática.

Ilustremos esto con un ejemplo sencillo. Un amigo invita a otro y éste al día siguiente, o al cabo de unas horas tanto da, plenamente convencido de que hace lo moralmente correcto, le devuelve la invitación con la mejor de sus intenciones pero sin que se haya planteado seriamente su acción, sin una reflexión crítica previa a su acto de buena voluntad. El sujeto primeramente invitado, como vemos, se comporta tal y como lo hacemos la totalidad de los humanos en nuestra vida cotidiana actual. Pues bien, toda esta práctica moral, que brota en apariencia de ese “yo autotransparente y autoafirmativo”, encuentra su explicación material en las relaciones mercantiles propias de la sociedad capitalista. Ambos amigos, sin percatarse de ello, han realizado un intercambio de equivalentes, característica elemental ésta, ¡y ellos sin saberlo!, de toda relación mercantil.

Para el materialismo filosófico, por tanto, toda práctica moral está atravesada por la ideología dominante correspondiente a las relaciones sociales que organizan la vida material de nuestra sociedad. Aquí se haya la explicación de la desconfianza que tuviera Marx, a lo largo de su vida, hacia la ideología en general y hacia la moral en particular.

domingo, agosto 20, 2006

Sucinta defensa de nuestra inclinación al amor



SONETO XXXVIII
Garcilaso de la Vega

«Estoy contino en lágrimas bañado,
rompiendo siempre el aire con sospiros,
y más me duele el no osar deciros
que he llegado por vos a tal estado;
que viéndome do estoy y en lo que he andado
por el camino estrecho de seguiros,
si me quiero tornar para hüiros,
desmayo, viendo atrás lo que he dejado;
y si quiero subir a la alta cumbre,
a cada paso espántanme en la vía
ejemplos tristes de los que han caído;
sobre todo, me falta ya la lumbre
de la esperanza, con que andar solía
por la oscura región de vuestro olvido.»


Tú, Garcilaso de la Vega, insigne representante del neoplatonismo literario español, renovador de las letras del letargo medieval, no puedes escapar al juego de afectos que atraviesan tu corporeidad, no puedes eludir la alteridad, no puedes deshacer el camino andado tras tu amada. Garcilaso, te encuentras perturbado y crees que el origen de tal desventura no es otro que tu inclinación al amor, a querer y anhelar ser querido. Y así, los versos de tu soneto desparraman las ansias de una huida equivocada del presidio tenebroso de las lágrimas y el sufrimiento. ¡Ay!, príncipe de los poetas castellanos, que te hayas escindido entre la propensión erótica respecto a la amada y el dolor de saberte no correspondido, de verte relegado al olvido. Nos dices Garcilaso: «así paso la vida, acrecentando materia de dolor a mis sentidos». Pero, poeta, ¿qué idea del amor te pones al frente que de tanto sufrir te «falta ya la lumbre de la esperanza»? Mala representación del amor aquella que -te diría Spinoza-, lejos de aumentar la capacidad de obrar del cuerpo, te aboca al quietismo melancólico. Garcilaso, genio de pluma y espada, luchador en la campaña de Túnez contra el turco, no es preciso que rechaces estoicamente las pasiones pues no es ello posible, sino que te las representes, te hagas una idea de ellas, que movilicen tu potencia de actuar, de perseverar en el ser, de conquistar «la alta cumbre». Poeta toledano, tú que con tus versos has expresado como nadie esos afectos repletos de amor, compasión y solidaridad, haz de tu ingenio el productor de una lluvia de conceptos que mejor alumbren un futuro de esperanza y alegría.

sábado, agosto 19, 2006

Alegato a favor de una filosofía subterránea


Recorre toda la historia de la filosofía un singular encuentro entre lo formal y lo material, de hecho podemos encontrarlo ya en su génesis misma, dentro de las concepciones mítico-religiosas en que transcurrían la vidas de los griegos en la antigüedad. Por una parte, esa religión que se enmarca en la tradición órfica y que atribuye al hombre un vínculo con lo divino por cuanto es emanación de las cenizas de los Titanes fulminados por el rayo de Zeus. Bajo este imaginario el hombre en tanto que participa originariamente de lo divino tiene la capacidad de decir lo que la realidad es. Por otra parte, tenemos aquella tradición religiosa ejemplificada en los poemas homéricos. Aquí el hombre, al igual que Ulises, todavía se encuentra relacionado con los dioses pero, en la medida que intenta rebasar los límites de su mundo, los límites de lo corpóreo, para tocar lo divino y situarse en su perspectiva, se ve abocado a la tragedia, a lo absurdo de las mayores fatalidades y dificultades. No obstante, en la Odisea, Homero parece sugerirnos que, si bien los avatares de la razón humana acaban en tragedia, ese impulso a conocer, esa curiosidad por situarnos más allá de la frontera de nuestro conocimiento actual, arranca de nuestra hybris, de ese ámbito incontenible y transgresor que nos mueve desde lo desconocido de nuestra propia corporeidad. Continuando este hilo histórico, Pierre Hadot, en su libro ¿Qué es la filosofía antigua?, ha dicho que en el albor del epicureísmo hay una experiencia y una elección. La experiencia es la corporeidad, el reconocernos como sujeto que siente, como “carne” -en sentido fenomenológico- susceptible de sentir placer y dolor. Asimismo hay en Epicuro una elección: buscar la ausencia de dolor. En este mismo sentido Gilles Deleuze en su obra Spinoza: filosofía práctica afirma: «Spinoza propone a los filósofos un nuevo modelo: el cuerpo». Y, finalmente, también Marx en su célebre Prólogo de la contribución a la economía política escribía: «No es la conciencia del hombre lo que determina su ser, sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su conciencia». Vemos, por tanto, e insistimos por su importancia, que en toda una tendencia filosófica el principio está en la “carne”, la corporeidad, las relaciones materiales de existencia. Partir del cuerpo, éste es el enfoque materialista. No obstante, esta posición ha tenido que enfrentar a lo largo de la historia occidental un estrato cultural, un universo semántico, hegemonizado por la tradición cristiana, una tradición que ha invocado insistentemente a abandonar y reprimir el cuerpo. San Agustín, en particular, tematizó de forma célebre al «hombre caído» por el pecado original que experimenta la vergüenza de su propia desnudez. La corporeidad, en resumen, a lo largo de los siglos se ha identificado con lo impuro, lo devaluado en la jerarquía ontológica, lo pecaminoso, lo subversivo, lo revolucionario y, por tanto, con aquello susceptible de ser reprimido, purificado por el fuego santo de las hogeras, arrojado a las cloacas de la filosofía, junto a los parias.

Aunque no es el objetivo de este breve alegato realizar un estudio del origen y continuidad de esta oposición en filosofía, sí queremos llamar la atención sobre algo que nos resulta digno de desconfianza. Consideramos como mínimo necesario poner bajo sospecha ese discurso filosófico hoy ritualizado por los sacerdotes contemporáneos que desecha el materialismo de entrada, sin que medie consideración intelectual alguna. Toda esa línea filosófica subterránea materialista que nos invitara a pensar Althusser, esa corriente que ha trabajado, por no tener otra opción, cómo los topos, bajo tierra, y que va desde Demócrito y Epicuro hasta Marx, ha sido puesta en el abismo, arrojada al infierno mediante todo tipo de cruzadas inquisitivas y epítetos hirientes. Los epicúreos eran los cerdos del jardín, los comunistas la reencarnación contemporánea de Satanás, «Aquí yace Spinoza, ¡escupid sobre su tumba!» exclamaba un ministro de la iglesia reformada.

Pero, ¿por qué motivo estos pensadores levantan tales pasiones? ¿qué explica que cuando se llega a esta línea subterránea se apela vigorosamente a las vísceras? Volvemos a la oposición central de este alegato, es como si ese principio cognoscitivo que se sitúa en las circunstancias materiales, en sus relaciones sociales, en el juego y la relación de afectos, en la amalgama de sensaciones, hiciese estallar explosivamente toda hermenéutica hecha gramática, toda ideología dominante. Ese esfuerzo por pensar desde el cuerpo, desde los hechos y sus relaciones al desnudo, en su corporeidad, con las lentes de Spinoza diríamos literariamente, hace saltar añicos los presupuestos morales desde los que orientamos nuestras prácticas, las concepciones metafísicas a partir de las cuáles se definen nuestras identidades culturales y, desde las cuáles, interpretamos al hombre y su mundo. Esta actitud incendiaria, revolucionaria, la encontramos en Epicuro cuando nos llama a vivir sin miedo alguno a los dioses y a la muerte, en Spinoza cuando piensa la práctica de la libertad en el marco de una variabilidad de afectos que potencian o debilitan nuestra fuerza de vivir, nuestro conatus, en Marx cuando nos insta a meditar las relaciones sociales que hay tras toda circunstancia material histórica y concreta. Creemos que, al menos, parte del escándalo reside en ese tomar los conceptos y las categorías en función de su carácter desenmascarador de posiciones que aparecen como «claras y evidentes» por ser ideológicamente dominantes, de su capacidad para sacar a la luz intereses fácticos y relaciones de poder ocultas tras metafísicas de diversa índole. Esta actitud filosófica materialista provoca en nosotros un rechazo airado en la medida que subvierte la representación que tenemos del mundo, que toma todo aparato conceptual como una maquinaria desechable dispuesta a ser lanzada al estercolero de la historia. En un primer instante, insistimos, esa filosofía subterránea provoca una repugnancia instintiva fruto de su estricto carácter iconoclasta y desorientador, de su negativa radical a nuestra voluntad metafísica. Sí, repugnancia inicial, aversión que puede trocarse, no obstante, en una perspectiva fecunda si somos capaces de liberar nuestro pensamiento de prejuicios.

viernes, agosto 18, 2006

Sublimación del cuerpo en Pedro Salinas


Reflexión inspirada en una conversación nocturna con Maribel, un chica especial como ninguna, una mujer que es poesía hecha vida.

Quizá nadie ha tematizado ni tematizará jamás una sublimación del cuerpo vía el amor platónico como Pedro Salinas (1891-1951) en su obra La voz a ti debida. Además, el estilo poético de Salinas en esta obra es irrepetible, se lleva a cabo una conjunción, inigualable por su belleza, de sencillez y concepto. Si se me permite el atrevimiento -un tanto pedante y más metafórico que otra cosa- diría a este respecto que Pedro Salinas es la contrafigura de un Hegel para el que concepto y sencillez parecen irreconciliables.

En La voz a ti debida el mundo, así como el sentido de la vida, se pliegan a la relación entre un amante y una amada que permanecen anónimos, sin nombre, que son sólo pronombres, tú y yo.

Salinas piensa a la amada, a pesar de su carácter corpóreo, como si de la reificación platónica de lo bello se tratase, esto es, como a la idea de Bien que Platón ubica en el vértice de su jerarquía ontológica y cuya luz es condición de posibilidad de la existencia misma de todo aquello que deviene, de todo aquello que sentimos a través de nuestros sentidos. Tú -¡sí , tú!- si eres bueno aquí en el mundo del devenir, en la tierra, es porque participas de la idea lo bueno que permanece en el más allá, en el ámbito de lo inteligible, de lo eidético. Tú -¡sí , tú!- si eres un hombre concreto aquí es porque participas del hombre eidético situado más allá del mundo de la generación y la corrupción, la vida y la muerte, y, además, dicha participación únicamente se hace posible a través de la luz que desprende esa idea de Bien situada en la cúspide del ser. Así pues, si la idea platónica de Bien queda reemplazada por la amada entonces nuestro mundo, nuestra vida, sólo es posible por efecto de su luz, de sus palabras, de sus gestos...

«Afán»
para no separarme
de ti, por tu belleza.
...

«Mañana». La palabra
iba suelta, vacante,
ingrávida, en el aire,
tan sin alma y sin cuerpo,
tan sin color ni beso,
que la dejé pasar
por mi lado, en mi hoy.
Pero de pronto tú,
dijiste: «Yo, mañana...»
Y todo se pobló
de carne y de banderas.
...

Es más, en línea con la tradición órfico-pitagórica, para Platón la Idea de Bien sólo puede contemplarse a través del pensamiento, jamás por la vía del cuerpo pues los sentidos inducen a engaño. Así, en consonancia con esta posición, para el poeta madrileño de la generación del 27, la amada sólo puede ser contemplada al margen de los sentidos, más allá de la carne, de la corporeidad, únicamente a través de uno de esos estados de éxtasis que alcanza Socrátes en El Banquete y que son «como un morir», como un abandonar el cuerpo.

...
También detrás, más atrás
de mí te busco. No eres
lo que yo siento de ti.
No eres
lo que me está palpitando
con sangre mía en las venas,
sin ser yo.
Detrás, más allá te busco.

Por encontrarte, dejar
de vivir en ti, en mí,
y en los otros.
Vivir ya detrás de todo,
al otro lado de todo
-por encontrarte-
como si fuese morir.

Asimismo, la Idea de Bien al estar situada fuera del mundo material del devenir, de la generación y la corrupción, de lo abocado a la muerte, es eterna luego la amada consigue escapar al devenir, permanece igualmente eterna, incólume, por ella no pasa el tiempo, en la medida que queda impresa en el alma del amante que sabe verla más allá de sus ojos, sentirla más allá de su piel, en una palabra, percibirla en un plano diferente al material, al corpóreo.

...
Y mientras siguen
dando vueltas y vueltas, entregándose,
engañándose,
tus rostros, tus caprichos y tus besos,
tus delicias volubles, tus contactos
rápidos con el mundo,
haber llegado yo
al centro puro, inmóvil, de ti misma,
y verte cómo cambias,
-y lo llamas vivir-
en todo, en todo si,
menos en mí, dónde te sobrevives.

Finalmente, comento brevemente aquí mi poema favorito de La voz a ti debida. Este poema, titulado ¡Gran víspera del mundo!, seguramente inspirado en El Timeo de Platón, eleva a la amada a la categoría de modelo, de paradigma platónico. Para Platón el paradigma es lo que da forma, estructura, da significado al espacio, al recipiente, al mero significante, a la «jora». Por tanto, antes de que el espacio sea estructurado según el modelo, esto es según la amada para Pedro Salinas, no hay nada, permanece lo indistinto, lo indiferenciable, lo indiscernible, luego las palabras carecen de significado, los verbos de acciones, no hay un subir y un descender, no hay lugar alguno, ni materia ni astros, ni siglos. Pero llega la víspera y la amada exclama: ¡Aquí! Esta exclamación metafórica utilizada por el autor del poema invita a pensar en el carácter deíctico y copulativo del ser. Es como si Pedro Salinas quisiera expresar que es ella, la amada, la que hace del lugar de las cosas y del significado de las palabras una realidad. Pero si esta idea ya es de por sí preciosa, lo que resulta apasionante es el final del poema donde el poeta madrileño adopta una posición filosófica transgresora, sui generis, que yo denominaría como «hedonismo platónico». En ese final acontece que el cuerpo con su dolor, la carne con sus besos, cual «jora» dispuesta a ser estructurada por la amada, por el modelo, espera su elevación por efecto de un simple ¡Ya!. En mi modesta opinión, Salinas intenta soslayar la típica oposición entre materialismo epicúreo e idealismo platónico proponiendo una sublimación de la carne, de nosotros mismos en tanto que seres sintientes, emocionales, sujetos de pasión, sangre, por la vía del amor platónico. La propuesta de Salinas, por tanto, invita a entender el amor como un éxtasis socrático, como un misticismo, que ensalce y engrandezca esa condición que nos es característica, la de ser cuerpo, carne, sangre.

¡Qué gran víspera el mundo!
No había nada hecho.
Ni materia, ni números,
ni astros, ni siglos, nada.
El carbón no era negro
ni la rosa era tierna.
Nada era nada, aún.
¡Qué inocencia creer
que fue el pasado de otros
y en otro tiempo, ya
irrevocable, siempre!
No, el pasado era nuestro:
no tenía ni nombre.
Podíamos llamarlo
a nuestro gusto: estrella,
colibrí, teorema,
en vez de así, “pasado”;
quitarle su veneno.
Un gran viento soplaba
hacia nosotros minas,
continentes, motores.
¿Minas de qué? Vacías.
Estaban aguardando
nuestro primer deseo,
para ser en seguida
de cobre, de Amapolas.
Las ciudades, los puertos
flotaban sobre el mundo,
sin sitio todavía:
esperaban que tú
les dijeses: “Aquí”,
para lanzar los barcos,
las máquinas, las fiestas.
Máquinas impacientes
de sin destino, aún;
porque harían la luz
si tú se lo mandabas,
o las noches de otoño
si la querías tú.
Los verbos, indecisos,
te miraban los ojos
como los perros fieles,
trémulos. Tu mandato
iba a marcarles ya
sus rumbos, sus acciones.
¿Subir? Se estremecía
su energía ignorante.
¿Sería ir hacia arriba
“subir”? ¿E ir hacia dónde
sería “descender”?
Con mensajes a antípodas,
a luceros, tu orden
iba a darles conciencia
súbita de su ser,
de volar o arrastrase.
El gran mundo vacío,
sin empleo, delante
de ti estaba: su impulso
se lo darías tú.
Y junto a ti, vacante,
Por nacer, anheloso,
Con los con los ojos cerrados,
Preparado ya el cuerpo
Para el dolor y el beso,
con la sangre en su sitio,
yo, esperando
¡ ay, si no me mirabas !
a que tú me quisieses
y me dijeras: “Ya”.

jueves, agosto 17, 2006

La necesidad de un ateísmo activo


Hay dos maneras de entender el ateísmo: una versión restringida y otro enfoque que tiene un sentido más amplio. La primera versión de ateísmo es la simple negación de la idea de Dios como concepto para pensar la realidad, la segunda es la negativa a toda metafísica, el rechazo a la reificación de los conceptos. Esta segunda opción contiene la primera como caso particular y es la que nos interesa.

Ahora bien, ¿cómo entendemos el espíritu antimetafísico del que hablamos? Afirmar que no hay metafísica es equivalente a pensar que la realidad lejos de estar acabada es, por el contrario, producto y que, además, ésta no se caracteriza por determinadas esencias últimas. Por tanto, se desprende de esta hermenéutica la imposibilidad del lenguaje para aprehender lo real en la medida que es movimiento, realidad dialéctica en sentido radical, y carece de esencias últimas acabadas cuyos significados puedan ser abarcados por conjunto alguno de conceptos. En consecuencia, este ateísmo implica un cierto nominalismo, adoptar como posición filosófica la existencia de un abismo infranqueable entre las palabras y las cosas, entre el lenguaje (nuestra razón) y la realidad.

La tragedia deviene cuando se abandona este nominalismo, esto es, cuando los productos de la razón, los conceptos, se cosifican, se confunden con la realidad misma. Cuando esto ocurre sucumbimos prisioneros sin remedio de una imagen, quedamos atrapados en la melancolía y, por tanto, nuestro pensamiento queda paralizado. Ilustremos esto con Feuerbach, el deconstructor de la idea de Dios. Para Feuerbach no es Dios el que ha hecho al hombre a su imagen y semejanza sino que, por el contrario, es el hombre el que ha proyectado sus esencias invertidas en la idea de Dios. Si nosotros somos finitos entonces Dios es infinito, si no podemos estar en todos sitios Dios es ubicuo, si somos mortales Dios es inmortal, si nuestro poder es limitado Dios es todopoderoso, etc. No obstante, el hombre ha creído que una idea, la idea de Dios, era una realidad trascendente, con existencia propia e independiente más allá de su pensamiento, que lo determinaba y a la cuál se debe con fe y devoción. El hombre queda así esclavizado a un concepto construido por el mismo, prisionero irremediablemente a un producto de su propia imaginación.



Hoy lejos de la secularización que pronosticara Nietzsche con su célebre exclamación ¡Dios ha muerto!, esta reificación de las ideas en general y de Dios en particular está muy al orden del día. Sólo cabe citar la emergente industria de horóscopos, cartas de Tarot, curanderos, salvaciones milagrosas, dietas instantáneas, programas sobre cuestiones paranormales, etc. que embrutecen la mente de millones de personas sumergiendo su pensamiento en un mundo mágico y de supersticiones. Podemos también citar otro ejemplo más sutil, no tan “evidente” pero mucho más extendido. Tiene hoy más vigencia que nunca la deconstrucción de Marx acerca del fetiche de la mercancía y el dinero. Hoy, nunca como antes, se atribuye al significante “dinero” un significado casi divino, se le rinde mayor culto que a cualquiera de las figuras de las tres religiones monoteístas. ¡El dinero todo lo puede!, estamos cansados de escuchar. ¡Todo tiene un precio!, que es lo mismo que decir, ¡todo puede comprarse si se tiene dinero!, luego todo es susceptible de convertirse en mercancía. Estas expresiones tan comunes evidencian un grado de enajenación terrible, sacan a la luz del día algo perverso, esto es, que la existencia de millones de personas transcurre en un mundo fantasmagórico, ideológico -dicho en un sentido peyorativo-. Lamentablemente, son tiempos en los que escasea el sentido de realidad. La reivindicación del ateísmo hoy es una toma de posición sin ambigüedades contra esta tendencia a lo sobrenatural, los hechizos y las supercherías. El ateísmo reclama un uso de las ideas para dar luz y no para someternos en la oscuridad de religiones u otras concepciones basadas en la superstición y escatologías de diversas índole (infiernos, castigos divinos, destinos prefijados, mitos asociados al consumo, etc.). El ateísmo conlleva un uso de la razón para la emancipación del pensamiento respecto a metafísicas escatológicas.

miércoles, agosto 16, 2006

¿Por qué Edipo sin complejo?


Edipo se nos presenta en nuestra cultura, en el universo de significados en el que pensamos y actuamos a día de hoy, atrevesado por un complejo: el de amar a su madre y odiar a su padre por frustrar su deseo e iniciarlo en la constitución de su super-yo, esto es, por someterlo implacablemente en el nomos (ley), en el mundo de normas que constituye lo que llamamos cultura. Esta es para Freud la base del malestar en la cultura. No obstante, contra este paradigma, hay otra manera de entender a Edipo, una forma que se ciñe más al texto y al contexto (al mundo espiritual propio de la Atenas del siglo V aC) de la tragedia griega. Bajo la hermenéutica propia de los griegos Edipo carecía de complejo. Y esto se muestra claro si atendemos por ejemplo a Sófocles. Edipo huye de los que cree son su padre y su madre con vistas a que no se cumpla el mensaje oracular. No quiere, por tanto, asesinar a su padre, ni tener por esposa a su madre. La tragedia, no obstante, consiste en que cuando Edipo hecho Rey de Tebas cree estar lejos de las palabras de Apolo, éstas ya se han constituido en realidad.

Es esta idea precisamente la que nos seduce y quiere abrir este rincón que hemos dado en llamar "Edipo sin Complejo", ese poner el pensamiento al servicio de la sospecha, de la deconstrucción de hermenéuticas constituidas en metafísicas, ideas y valores confundidos con la realidad misma. Lo que nos motiva es un espíritu iconoclasta y antimetafísico. A Edipo hay que entenderlo en su contexto no desde el imaginario contemporáneo. Es precisamente desvelar lo que aparece como evidente y no lo es, lo que no cuestionamos y damos por hecho por el simple de constituir nuestro universo espiritual actual, lo que nos estimula a crear este rincón. Ahora bien, bajo estas premisas que defendemos cabe una reflexión perversa y terrorífica, si el significado siempre remite al universo semántico y material de cada época entonces ¿qué valor de verdad tienen nuestros pensamientos a día de hoy? La deconstrucción, toda esta lógica iconoclasta sucintamente aquí expuesta, muestra el carácter arbitrario del sentido, nos invita a pensar que, de entrada, poca cosa somos o somos casi NADA. Quizá partir de esta visión nos ayude a asimilar el carácter absurdo de nuestra existencia. Pensemos en Edipo, ¿no es el creer ser lo que no se es lo que lleva a Edipo a escudriñar un enigma que se le revelará atroz y trágico? ¿no es ese arrancarse los ojos tras desvelar dicho enigma un signo de que es preferible permanecer en el sin sentido, en la nada, en el mero significante, a vivir en la mentira de un universo de significados siempre arbitráreo?