domingo, diciembre 21, 2008

Tiempo, memoria y tecnología

De como cambia nuestra experiencia de la memoria con nuestro tiempo...

El proceso actual de revolucionarización total y permanente de la materialidad capitalista, correlato directo de la contradicción entre relaciones y fuerzas de producción, afecta a la configuración de nuestras vidas, las cuáles se desarrollan hoy a través de identidades, valores, relaciones personales, etc. temporales, efímeras y de coyuntura, y a las cuáles también corresponde a su vez una determinada experiencia de la memoria, una forma peculiar de concebir el pasado, el presente y el futuro.

John Berger escribió que «el papel histórico del capitalismo es destruir la historia, cortar todo vínculo con el pasado y orientar todos los esfuerzos y toda la imaginación hacia lo que está a punto de ocurrir». Si algunas cualidades tienen las tecnologías contemporáneas de los medios de comunicación actuales son, por un lado, la de borrar las huellas del tiempo y el olvido en nuestros recuerdos y, por otro, hacer posible la repetición indefinida de éstos. Los DVD's en relación al vídeo, la digitalización de las imágenes en la fotografía, etc. son algunos ejemplos de estas tecnologías al uso. Esta capacidad tecnológica para erradicar el aura del tiempo nos convierte en individuos que tienen serias dificultades para discernir los recuerdos de las percepciones. Está cambiando así no ya nuestra manera de relacionarnos con lo pretérito sino, lo que es mucho más radical, nuestra manera de concebir el pasado como tal. Salvada la brecha entre recuerdo y percepción, el pasado pasa a incorporarse al presente. En consecuencia, para entendernos, es como si estuviéramos asistiendo a la desaparición del pasado pasado en favor de un pasado dentro del presente, de un pasado que alarga el presente. El ejercicio de memoria que quiere traer al ahora lo que se sabe pasó de una vez para siempre, ese ejercicio que viene siempre acompañado de un sentimiento melancólico de pérdida irreparable, se está perdiendo en favor de una memoria que recurre repetidamente al soporte tecnológico donde todo quedó registrado. Asimismo, esta misma posibilidad de repetir una y otra vez lo ya ocurrido nos acomoda hasta tal punto que nos hace inútiles para vivir las experiencias justo en el momento en que acontecen. Se nos ocurre, a este respecto, con vistas a ilustrar, el ejemplo del turista que obsesionado por registrar con su cámara digital la Capilla Sixtina al llegar a casa se percata de que perdió la oportunidad de tener la experiencia de asombrarse directamente, sin mediación alguna, frente a la obra de Miguel Ángel.

Ahora bien, si una tecnología evoca mejor que ninguna la memoria infalible esa es la de Internet. En la red de redes podemos encontrar una cantidad de información que ningún individuo común sería capaz de filtrar. La posibilidad de tener acceso a una abrumadora masa de información electrónica no implica, de suyo, la capacidad de pensar y de tener criterio a la hora de navegar por la World Wide Web, o a la hora de procesar su información. Una memoria infalible, un soporte tecnológico que es capaz de almacenar miles y miles de páginas entorno a cualquier temática, lejos de situarnos automáticamente en la tan cacareada sociedad de la información, puede por el contrario constituirse en un soporte para la manipulación de conciencias o, inclusive en una fuente de impotencia para el pensamiento. No es casual que si antes la manera de asegurar el poder, las políticas sospechosas que atendían intereses particulares, el éxito de golpes de Estado y guerras imperialistas, etc. se sustentaba en la indigencia informativa hoy opte por el empacho informativo de forma que se insensibilice y se torne imposible la realización síntesis, juicios valorativos, en una palabra, pensar.

sábado, diciembre 06, 2008

El tiempo...

«La gente vulgar sólo piensa en pasar el tiempo; el que tiene talento… en aprovecharlo.» Arthur Schopenhauer.

El tiempo ha sido, es y será una preocupación de los humanos. Quizá el origen de esta preocupación tenga que ver con nuestra radical finitud. Todos sabemos que un día llegamos al mundo, que viviremos en él cierto tiempo y que, finalmente, lo abandonaremos. Cuenta así nuestra existencia con un tiempo finito. La finitud en general, también la finitud temporal, quizá sea nuestra más íntima condición existencial.

Pero éste no es el único límite que nos impone el tiempo. Por un lado, el tiempo pasa, transcurre, fluye, impone una sucesión insoslayable. Primero fue esto, después esto otro, después aquello otro y así ad infinitum. El tiempo pasa y nosotros pasamos con él. Envejecemos, morimos. Por otro lado, el tiempo que pasa pasa. Lo acontecido, lo ocurrido, pasó y, es más, pasó de una vez para siempre, es irrepetible. Lo pasado pasado está. Es, por tanto, irreparable, inmodificable. No podemos dar un paso atrás en el tiempo y modificar esto o aquello de lo ya acaecido. Podría apuntarse aquí: «en ocasiones nuestra mirada sobre el pasado cambia retroactivamente en función de nuestra experiencia presente». En efecto, no tenemos nada que objetar a esta consideración, tampoco creemos que mengüe en nada lo que hemos escrito hasta ahora. Apunte éste terrible, sin duda, que muestra la radical contingencia de nuestra mirada. No obstante, lo que cambia no es lo pasado como tal sino nuestra mirada presente sobre lo ya pasado. El pasado, podríamos decir, está cerrado.

Pero, en cierto sentido, también podemos afirmar que el tiempo es apertura. El tiempo es la brecha por la que se adentra el porvenir, por la que adviene, haciéndose presente y pasado, lo que no es aún, lo que será. Puede pensarse que el tiempo no sólo está hecho de pasado, sino que también es futuro. Lo actual, lo presente, no es más que lo actualizado, la fluencia realizada de lo potencial. Hemos dicho que el tiempo impone su insoslayable sucesión pero cabe cuestionarse, aquí y ahora, la direccionalidad misma del tiempo: ¿El tiempo fluye del pasado hacia el futuro o, por el contrario, fluye del futuro al presente y al pasado? ¿El tiempo avanza desde un ayer siempre pretérito o, por el contrario, viene de un mañana sin fin? Ambas hipótesis parecen verosímiles. Pero aquí, aviso a navegantes, no terminan las alternativas, menos aún las dificultades. Hay también quiénes niegan el futuro como mera ilusión de nuestra esperanza y afirman lo actual como un presente agónico desintegrándose en el pasado. No habría aquí más apertura que ese momento actual, que ese «ahora» moribundo y efímero que apenas puede afirmarse sin ser ya pasado. Otros, como los filósofos de las escuelas de la India, precisamente en virtud de este carácter efímero y frugal del presente, llegarán a la conclusión de que no hay presente. Afirman éstos: «Una manzana está en el árbol por caer o en el suelo caída pero nadie la vio nunca caer».

Pasado, presente y futuro son determinaciones del tiempo, las del «fue», el «es» y el «será», que abren cierto juego. Pero aquí, como decíamos, no terminan los problemas. Zenón de Elea, continuador de Parménides, sentenciará el tiempo y su sucesión como meras ilusiones, como apariencia. La sucesión temporal es insostenible: «Es imposible que transcurran diez minutos porque antes tendrían que transcurrir cinco, y antes de cinco, dos minutos y medio, y antes de dos minutos y medio, un minuto y un cuarto, y así indefinidamente». No hay sucesión temporal para los eleatas, como tampoco la había para Parménides, luego, no hay «fue» ni «será» sino sólo cierto «es» que nada tendrá que ver con un «ahora» temporal, esto es, con un ahora presente.

La cuestión del tiempo, su relación con el ser, quizá sea la más importante de la metafísica.

domingo, noviembre 30, 2008

Spinoza y los tres géneros de conocimiento

Sirva este breve texto para adentrarnos en los tres géneros de conocimiento en Spinoza. Lo haremos a través de sus famosos pasajes de Pedro y Pablo en su gran obra Ética.

Voy caminando por la calle, me encuentro con Pedro, la idea de Pedro me hace sentir alegre, la afección (affectio) que me supone hallarme frente a Pedro, hace que mi potencia de obrar y pensar se vea incrementada, esto es, se vea envuelta de un afecto (affectus) de alegría, sigo caminando y me encuentro con Pablo, me siento envuelto por el afecto de tristeza, mi potencia se ve disminuida. Toda afección, esto es, como influye en mi corporeidad el encuentro con otros cuerpos, se ve envuelta por cierto afecto, envuelve un paso en sentido fuerte, una transición, cierta variación continua de mi fuerza de existir. Spinoza llama duración a este paso vivido, a esa transición. El primer género de conocimiento atendería al efecto instantáneo que la idea de Pedro y Pablo tienen sobre mí, es conocimiento relativo a la afección, esto es, a como mi cuerpo sufre la acción del cuerpo de Pedro o del cuerpo de Pablo. Este género de conocimiento es ignorante, da con ideas inadecuadas, no atiende a las causas de por qué Pedro o Pablo aumentan o disminuyen mi potencia de vivir, simplemente constatan que cuando me encuentro con uno u otro, cuando sufro la acción de uno u otro cuerpo, siento los afectos de tristeza o alegría. Es más, este género de conocimiento lleva aparejado la ilusión de las causas finales que confunde los efectos con las causas y las causas con los efectos, a partir de ahora creeré que evito libremente a Pedro porque es malo pero en realidad lo considero malo porque me afecta negativamente. ¡Menudo golpe al idealismo!, esta teoría del conocimiento del primer género en Spinoza siempre me ha apasionado.

Continuemos. El segundo género de conocimiento atenderá a las causas de los efectos que Pedro y Pablo producen en mi potencia, a las causas de las afecciones, de cómo mi corporeidad se ve influida por las imágenes que tengo de Pedro y Pablo. La presencia de Pedro aumenta mi potencia porque su cuerpo favorece al mío, porque la relación característica que define a Pedro y la mía se componen de forma que aumenta mi potencia. Aquí el conocimiento se ocupa del movimiento y reposo de los cuerpos, de la relación característica de mi cuerpo y de las relaciones características de los otros cuerpos que me afectan. El conocimiento de mis relaciones y de las relaciones de los cuerpos que me afectan me permite salir de las nociones inadecuadas (ideas inadecuadas) para llegar a nociones adecuadas de los cuerpos, con éstas adquiero cierto saber hacer, cierto modo de vivir, que me hace posible que las relaciones de los otros cuerpos se compongan con las mías e incrementen así mi potencia de existir.

Finalmente, Pedro, Pablo y yo somos más que nuestras relaciones, si esas relaciones nos caracterizan es porque expresan nuestras esencias singulares respectivas, nuestro grado, potencia, intensidad característica. Es más si cada una de esas esencias singulares van más allá de las relaciones que las actualizan entonces dichas esencias son eternas, son una parte de la potencia de Dios, del ser unívoco. Precisamente estas esencias singulares, intensidades, etc. son las que conforman el campo trascendental, el plano de inmanencia, esto es, aquello de lo que se ocupa el tercer género de conocimiento en Spinoza.

miércoles, noviembre 05, 2008

Interpretación lacaniana de Cinema paradiso

A Iván, por invitarme a ver la película Cinema paradiso y sobretodo porque un día, sin venir mucho a cuento, me presentó a un lacaniano estaliniano un tanto loco llamado Slavoj Zizek...

Mi interpretación de Cinema paradiso está ligada directamente a la dialéctica del deseo, es una interpretación lacaniana ortodoxa. Al menos eso creo. Esta dialéctica, a su vez, se hace patente de manera paradigmática en el cine, con cómo éste atrapa nuestro deseo, estimula nuestra fantasía, etc. A la que vemos una película que capta nuestra atención ya hemos empezado a imaginarnos nosotros en la situación de los personajes, nos pensamos a nosotros como tal o cual personaje, cómo hubiéramos reaccionado nosotros en situaciones similares, cómo discutiríamos con ellos, incluso, en ocasiones, pensamos qué sería de nosotros en compañía de personas así, si les lleváramos la contraria, si nos enamorásemos de ellos, etc. Cuando ocurre todo esto la película proyectada ha capturado nuestro deseo y la pantalla, ahora, no sólo nos muestra una historia sino que, además, se establece en el lugar donde proyectamos nuestra fantasía. En el cine, en definitiva, se hace patente de manera clara como deseo y fantasía están estrechamente unidos. Es más, bajo mi punto de vista, todo esto está íntimamente ligado con el amor. De aquí que la mejor manera de homenajear al cine vía el cine sea por mediación de una historia de amor. Cinema paradiso acierta de lleno en esta cuestión.

Así pues, en nuestra película el joven Toto se enamora de Elena, ella podríamos decir es la pantalla donde él puede proyectar sus deseos, donde éstos pueden constituirse, ella tiene un algo que es más que ella misma que activa y constituye su deseo. Toto puede imaginarse un guión junto a Elena, fantasear, imaginarse una relación con ella, lo que será su vida en su compañía, sus proyectos conjuntos, etc. El deseo siempre tiene que ver sobre todo con un guión, en contra de lo que nos dice el sentido común no nos enamoramos de una cosa (de un rasgo físico o del carácter, porque se han activado ciertas hormonas a nivel bioquímico, etc.). Elena se enamora de Toto exactamente por lo mismo.

Cuando el amor se ve truncado por la intervención del viejo Alfredo y otras circunstancias ocurre algo muy paradójico: por un lado, se abre una distancia entre ambos que no permite consumar el amor, de otro, precisamente esa distancia, en mi opinión, es la que hace que tanto él como ella sigan fantaseando el uno con el otro, pensando como hubieran sido sus respectivas vidas en caso de seguir juntos, que habría pasado si..., etc. Abierta la brecha entre ambos Toto queda sumido en la melancolía, ha perdido aquello que activaba su deseo, ha perdido a Elena, de aquí que la busque, a ella, a ese algo que es más que ella misma, en muchas mujeres pero siempre sin éxito. Esto está estrechamente relacionado con su obsesión neurótica por su profesión. Toto, ahora ya Salvatore, ha quedado atrapado, refugiado, en el cine. Quizá el cine le sirve a la vez de mecanismo compensatorio de su deseo frustrado pues a través de él puede seguir deseando. La madre de él sabe eso y se lo dice el día de su vuelta al pueblo pasados más de treinta años. En esta vuelta al pueblo él sigue buscando a Elena, en el cine, en las calles, por todos sitios. El encuentro con la hija de Elena es muy gráfico: Toto, ve a Elena, no a su hija, es como si el tiempo no hubiera transcurrido para él, sigue instalado preso de su antiguo deseo.

Finalmente ocurre el encuentro y tienen su particular romance nocturno, puntual. Elena, bajo mi punto de vista, es consecuente porque sabe que sólo cierta distancia, no una distancia espacial por supuesto, es lo que ha sido condición de posibilidad de que tanto ella como él hayan continuado fantaseando el uno con el otro, que hayan seguido enamorados todo ese tiempo. Una vez se viola esa distancia el amor se evapora como el humo, el deseo deja de constituirse, ya no queda espacio para la fantasía. Ella no toma esa decisión de manternerse a distancia condicionada por las circunstancias sociales, ella le quiere de verdad, apuesta por el amor. Cabe fijarse en que con el cine pasa exactamente lo mismo, si te aproximas mucho a la pantalla dejas no sólo de ver la película sino que también pierdes la capacidad de imaginar, de dejarte llevar con los personajes, etc. Bajo mi punto de vista, la famosa historia del soldado y las 99 noches tiene que ver precisamente con esta distancia. Elena lo deja en esa distancia necesaria para el amor, el chico se va la noche 99 sin llegar a la 100 para mantener su amor hacia la chica de la habitación, Elena sabe que sin esa distancia el amor entre ambos sucumbiría, el soldado que toda su fantasía se vendría abajo si la noche 100 subiera a la habitación. La historia de las 99 noches es la historia de Toto y Elena, es la paradoja del amor. El amor cortés reflejaba todo esto muy bien pero no es el tema aquí ahora.

La película Cinema paradiso es un gran homenaje al cine porque, entre otras cosas, muestra que si el cine y la dinámica del deseo, del amor, están estrechamente relacionadas, cada vez que vemos una película que nos llega, en cierto sentido, nos estamos enamorando de ella.

Por otro lado, encontramos en la forma curiosa de actuar de Alfredo, una nueva paradoja. Hemos dicho más arriba que el deseo tiene que ver más con un guión que con el apego a un objeto, a un rasgo peculiar físico o de carácter, etc., de aquí, por otra parte, su relación con el cine. Pues bien Alfredo, en efecto, le dice a Toto que "la vida es algo más difícil que en las películas" pero él en el fondo está introduciendo en su propio deseo, en su guión, a Toto. Vamos que Toto queda preso del guión de la “película”, del deseo, de Alfredo. Evidentemente, esto es lo que aborta el deseo, el guión, la fantasía, del propio Toto cuyo centro era Elena. ¿Se ve la paradoja? De un lado, Alfredo al someter a su propio deseo a Toto está realizando, afirmando, su guión por lo que se enfrenta con su propio consejo a Toto de que "la vida es algo más difícil que en las películas", quiere que Toto sea el personaje de su película, quiera afirmar su película, etc., por otro lado, en la medida que niega el guión de Toto, ahora sí, es coherente con la famosa frase. Lamentablemente (o no), Toto queda atrapado en el sueño de Alfredo.

Aquí cabe preguntarse: ¿Cuando en el amor se encuentran dos deseos, dos guiones, no intenta cada uno de los miembros de la pareja hacer con el otro lo que Alfredo hizo con Toto?


Un último detalle de Cinema paradiso no poco importante: el final de la película, el regalo de Alfredo. Nuevamente encontramos el cine como paradigma de lugar que realiza nuestro deseo, nuestras fantasías. Alfredo le regala a Toto justo lo que él anhelaba y que la Iglesia censuraba en las películas (los besos, el sexo, las carícias, etc.) que están ligados de uno u otro modo al amor. Pero con este gesto poético Alfredo no sólo regala a Toto aquello que la Iglesia censuraba y que él quería de pequeño sino también lo que él mismo ha censurado a Toto al negarle su historia con Elena, esto es, la realización de su deseo. Lo paradójico, es que la censura, la falta que lleva aparejada, alimenta aún más el deseo. El recorte de las películas alimentaba el deseo de ver esas escenas prohibidas, la imposibilidad de consumar el amor con Elena retroalimenta el amor de Toto hacia ella. Con el regalo final, de alguna manera, Alfredo suple esa falta o como mínimo se la muestra a Toto de forma que pueda reconstruir su propia biografía y salir adelante desde el punto de vista amoroso.

Alfredo sabe lo que hace en cada momento: es un maestro de la dialéctica del deseo y lo es porque se ha pasado la vida viendo películas, porque es capaz de verlas estando ciego. Alfredo es un discípulo aventajado de Freud y Lacan y lo es no por haber seguido sus cursos sino por haberse pasado la vida viendo cine.

lunes, octubre 27, 2008

El método en Maquiavelo

Escribo esto teniendo como excusa colgar esta foto de Maquiavelo traída de primerísima mano desde Florencia por una compañera de clase...

La obra de Maquiavelo se condensa en muy pocas páginas, los Discursos sobre la primera década de Tito Livio, El Príncipe, los ensayos sobre el arte de la guerra y alguna obra teatral. Sin embargo, en tan poco espacio nunca se dijo tanto, incluso uno tiene la impresión de que cada vez que vuelve sobre un mismo texto del canciller encuentra siempre nuevos elementos de reflexión, nuevas lecciones.

Vamos a poner hoy la atención en su método. Dos momentos cabe resaltar de su método: Por un lado, el primer momento, que podríamos denominar una mirada atenta, teórica en el sentido clásico del término, que consiste en dar un paso atrás, esto es, poner en suspenso la moral, la fantasía, la pragmática, todo lo que estorba el que su objeto de estudio se muestre como tal, para atender a lo que él denominaba la verità efecttualle della cosa. Maquiavelo deja que su objeto de estudio hable por sí, deja hablar a la cosa, a la cosa política, que muestre su verdad por sí, liberada de nuestros juicios morales, fantasías y ensoñaciones. El florentino nos escribe: «Siendo mi propósito escribir algo útil para quien lo lea, me ha parecido más conveniente ir directamente a la verdad real de la cosa que a la representación imaginaria de la misma». La imaginación, las fantasías, la moral, la religión, etc. ocultan la cosa, no la dejan hablar, establecen un velo que nos incapacita para la observación de su verdad, para escuchar su verdad. Por otro, segundo momento, una vez tenemos esa verdad, el método se orienta a la praxis, al qué hacer y cómo hacerlo. La praxis aquí, si quiere ser consecuente, responsable, deberá atenerse a la verdad de la cosa, al ser de la cosa, no a lo que debería ser. El método, en este segundo momento, es flexible, se ciñe a la verdad de la cosa, a las circunstancias, a la coyuntura que ya nos ha hablado en el primer momento. Maquiavelo no tiene remilgos: incluso, caso de encontrarnos en situación de excepción, esto es, con la comunidad ética, sus usos y costumbres, en riesgo de desaparecer, cuando la corrupción y la degeneración dominan, si queremos ser consecuentes, si somos responsables, se impone el suspenso de la moral. El mayor crimen en situación de excepción sería precisamente no recurrir al mal en nombre de una u otra norma moral sagrada si eso nos lleva al peor de los desastres: el fin de la comunidad ética. Concluye Maquiavelo: «aquellos que no saben cambiar de método, cuando los tiempos lo exigen, sin duda prosperan tanto que su marcha se concuerda con la de la Fortuna; pero se pierden cuando esta llega a cambiar. Por lo demás, pienso que más vale ser demasiado atrevido que demasiado circunspecto…».

En ambos momentos, por tanto, se contempla la suspensión de la imaginación, de la moral: en el primero como exigencia para acceder a la verdad, en el segundo, caso de excepción, con vistas a recuperar la vida ética porque, paradoja, del mal, aunque nos cueste creerlo, también es posible que advenga el bien.

domingo, octubre 19, 2008

Crítica irreverente a un concepto de "historia"

Esto está escrito por mi "mujer", aunque a mí me gusta más decir mi "compañera", mi "amor", mi "todo"... en definitiva mi "bitácora" de viaje en tiempos de náufragos y perdidos.


Ahora resulta que el pasado ya no es Historia. Porque la Historia se investiga, se busca, se trabaja. Un recuerdo, una voz lejana, mi abuelo Antonio y sus siete tiros en la guerra civil, el Coronel Aureliano Buendía, el Cándido Volteriano, Edipo o el viaje de Odiseo. ¡Qué más da! Todos acabamos siendo piezas de museo.

Un estudiante de Historia de la Universidad de Barcelona. No fuma, no bebe, sólo se pregunta. ¿Por qué? En los medios de comunicación se manipula, se aferran a la libertad de opinión, pero se dicen mentiras, mentiras que paga alguien. Cuba, Irak, Palestina o Nueva Orleans. ¡Qué más da! La Historia ya no la hacen los pueblos.

Lo sibarita está de moda. La Historia es guay, yuppi, diversión, es un derecho de ocio. Uno observa y se calla. Las cacatúas andantes opinan. Pero aun callando no se pueden evitar las ganas de llorar. Entonces suena una canción de Calamaro Si te dicen que caí, y es verdad, y es verdad. No sientas ni un segundo más de lástima por mí que me voy a levantar . Ahí se te aparece la lástima de los que tuvieron memoria, de los que se compadecen de las víctimas, de los ninguneados. Ellos gritan y gritan y perjuran que ¡NO! Que se van a levantar. ¡Qué más da! La Memoria Histórica la hacen de los políticos.

En nombre de la Historia, la sociedad actual edifica escaparates. Guy Debord diría que La vida entera de las sociedades en las que imperan las condiciones de producción modernas se anuncia como una inmensa acumulación de espectáculos. Todo lo directamente experimentado se ha convertido en una representación . Y el trivial, y su ficha amarilla, para algunos, eso es la Historia.

¡Pobres humanitatis! Tan olvidados como la misma Historia. Quería escribir un discurso, una reflexión y la esperanza se me difumina. ¡Qué voy a decir yo!

Y recuerdo a Hobsbawm y me digo que aquella dimensión permanente en las conciencias humanas no está relegada a causas perdidas. Escogerán a la pobre Historia para subyugarla al control, al reconocimiento de infundamentos, para la justificación de intereses particulares o para la distracción de la ignorancia creciente. Pero aunque la llamen Historia, no será ese su estatus.

Debería acabar mi reflexión con una mirada al futuro, pero éste es tan incierto... Debería recordar aquí a muchos que han perdido el sentido histórico, no sólo por el desconocimiento errante y premiado, sino por la utilización del pasado como mero espectáculo. Pero prefiero reivindicar la función social que tendría que ocupar la Historia, sobre todo para no convertirnos en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada .

Y siendo espectros del pasado y desapareciendo como nubes que traen lluvia y amenazan, mi historia sobre la Historia se transforma, poco a poco, en pasado histórico.

martes, octubre 07, 2008

De la tiranía de lo universal a...

Desde los años sesenta del siglo XX comenzó a ponerse énfasis en la creciente relevancia de los medios de comunicación en nuestra vida cotidiana...

Theodor W. Adorno, entre otros, alertó de la potencia del capitalismo para, a través de los medios de comunicación y de toda su industria cultural, homogeneizar a los sujetos, configurar subjetividades y con ello las miradas a través de las cuáles divisamos y hacemos el mundo. La industria cultural venía así a alicatar, aún más si cabe, la mediación espontánea del mercado sobre nuestras formas de conciencia, de vida y de experiencia. Para hacernos una idea de los extremos a que llega esta mediación sólo cabe pensar, a modo de ejemplo, en las experiencias encorsetadas y adulteradas que suponen hoy los viajes programados a los rincones más inhóspitos del planeta, los relatos autobiográficos que ponen el énfasis de la propia existencia en los tópicos de mercado (cuando me compré tal coche, cuando viaje a tal lugar, cómo se ve mi televisión panorámica, etc.). Todo esto evidencia hasta qué punto la existencia en Occidente es víctima de un empobrecimiento cultural inusitado. Creemos pues que el paso del tiempo parece confirmar el juicio acerca del potencial mediático y, ante todo, del fetichismo mercantil.

No obstante, pensamos que esta homogeneización de fondo de sujetos y subjetividades que profetizara Adorno se da hoy en connivencia con la ideología del multiculturalismo que hace de su valor más sagrado en bolsa la insistencia en la diferencia. Si Adorno criticaba el principio de identidad por no recoger la diferencia que omite toda universalidad, hoy la insistencia en la identidad en la diferencia no sólo se ha convertido en la ideología dominante del capitalismo sino también, entre otras cosas, en una fuente de segregación cultural en los más diversos ámbitos sociales, de comunitarismos herméticos que huelen al betún de botas militares, de una cada vez mayor fragmentación de los derechos fundamentales que la modernidad consideró siempre universales, etc. Para colmo de las ironías... ¡hasta izquierdas de tradiciones otrora revolucionarias alzan la bandera del pluralismo! Sospechamos que, efectivamente, hay homogeneización de sujetos, de subjetividades, pero homogeneización en la diferencia, en la fragmentación. Tenemos subjetividades “iguales”, igualmente fragmentadas. Este fenómeno no deja de ser una lección irónica en relación a Adorno y a todos los “apologetas” de la diferencia de las últimas décadas. Esta insistencia en la diferencia, en el pluralismo, se ciñe como anillo al dedo a las necesidades de un mercado siempre dispuesto a crecer. El mercado no sólo oferta una cantidad infinita de mercancías sino también un variopinto abanico de estilos de vida tipo, de identidades, de experiencias adulteradas, etc. dispuestos a ser consumidos en breve plazo. Cuanto más colorido sea el espectro de los consumidores, cuantos más gustos y placeres estéticos que saciar, mayor será el número de mercancías que vender.

Hoy las cadenas no precisan estar ataviadas con las guirnaldas de Rousseau, éstas se han hecho invisibles por efecto del deslumbramiento general que el espectáculo de la sociedad actual brinda. El individuo occidental de hoy permanece eclipsado ante el fetichismo mercantil y las “diferentes” identidades vacías ofertadas. No obstante, estas identidades light reificadas se consumen como los ropajes que se cambian a diario, no constituyen una fuente de coherencia, ideales, no forjan carácter alguno sino, por el contrario, llevan al desasosiego y a la frustración propias del consumo rápido, efímero y desenfrenado. Estamos así al borde de la locura esquizoide, nuestro yo parece desdoblarse no sólo en las infinitas racionalidades técnicas de Weber sino también en esa variedad multicolor de estilos de vida que nos acosan a diario desde los mass media, que relativizan toda opción ética llevándonos a la impotencia práctica. Cegados por esta ideología estética parecemos incapaces de dar con razones que nos abran a formas de vida y experiencia exteriores a nuestro mundo capitalista, que abran la puerta hacia otras formas de cultura. El individuo contemporáneo occidental, salvo raras excepciones muy loables, deviene espectador pasivo, incapaz por ahora de mover un dedo frente al espectáculo de su mundo, frente a la inmediatez insoportable resultante de la mediación general del mercado. En los años 60 nos pusieron en alerta contra el peligro de la tiranía de lo universal pero… ¡henos aquí enredados en las cadenas de la diferencia y la fragmentación! Por desgracia, si Marx levantara mañana la cabeza en Occidente vería que la “separación” que él identificaba en su juventud como enajenante rebasa hoy límites del todo inesperados.

martes, julio 29, 2008

El pensamiento de Gramsci

Una breve introducción muy pedagógica a algunos rasgos elementales del pensamiento de Antonio Gramsci...

Primera parte:




Segunda parte:




Tercera parte:

martes, julio 22, 2008

Del concepto

TX 31. Aristòtil Metafísica E (VI),1025 b30-1026ª5 "Les definicions i les essències són unes vegades com el xato d'altres com el còncau. La diferència és que el xato està pres suneilêmmenon junt amb la matèria , xato és un nas còncau , la concavitat (koilotes) sense la matèria sensible. Tot el que és físic és diu com el xato homoiôs tôi simôi legontais, com nas, ull, cara (prosopon), carn, os, com a tot animal; fulla, arrel, escorça, com a tot planta. La seva definició (logos) no pot fer-se sense el moviment, inclou sempre la matèria outhenos gar aneu kinêseôs ho logos autôn, all' aei echei hulên,. És evident (dêlon), doncs, com s'ha de buscar (zetein) i definir (horizesthai) fisicament."

Gilles Deleuze en su famosa obra ¿Qué es la filosofía? responde a esta pregunta de la siguiente manera: «La filosofía es el arte de formar, de inventar, de fabricar los conceptos». Así pues, para Deleuze el concepto es el producto genuino de la filosofía, aquello que por antonomasia ocupa al filósofo. La tarea del filósofo es deconstruir y construir conceptos, sus herramientas son los conceptos, su problema y preocupación son los conceptos. El filósofo, una vez que su pensamiento se encuentra ocupado con uno u otro objeto, una vez atiende a lo problemático de dicho objeto, sea éste de la índole que sea, sólo puede abrirse paso a través de conceptos, aunque, en ocasiones, trágicamente, también se pierda por ellos precipitándose por el barranco de la locura. Schopenhauer y Chesterton, dos pensadores insólitos cuya terrible paradoja reside en ser terriblemente reaccionarios y a la postre dar argumentos cuya radicalidad pueden tener un alcance revolucionario, ya apuntaban a que la locura nunca fue resultado de la voluntad o la fe sino, por el contrario, fue producto de un uso excesivo de la razón y el entendimiento, de un marearse entre conceptos. De hecho, podríamos justificar cómo la “separación” respecto del concepto, respecto del universo simbólico, del «gran Otro» lacaniano puede entenderse como la locura misma. Y ejemplos de esto los encontramos entre los filósofos de las tendencias más dispares.

Dicho lo dicho, no obstante, el filósofo tiene como obligación, se siente “ligado a”, “comprometido a”, tomar como objeto el concepto mismo, no le queda más remedio que pensar el concepto, su lógica. El pensamiento y su producto más genuino se vuelven sobre sí, se hacen reflexivos, entra en una dinámica circular. En esta línea, Aristóteles estima que la actividad intelectual, lo propio del alma racional, esto es, dar con los conceptos que captan la esencia misma de la cosas, manejarse con los conceptos y sus relaciones lógicas, es la labor que por excelencia nos “asemeja” a la divinidad. El pensamiento humano se vuelve sobre sí de igual manera a como el primer motor inmóvil, lo divino en el más allá, permanece ensimismado pensándose a sí mismo, enamorado de sí, sin relacionarse con lo que a juicio de Aristóteles es ontológicamente inferior, esto es, con la materia, con la corporeidad. Llegados a este punto, cabe plantearse aquí la típica inversión de valores epicúrea del aristotelismo consistente en considerar lo más valioso, lo más sagrado, no la actividad intelectual como tal sino la materia, esa corporeidad que es, en última instancia, el elemento constitutivo de toda vida, incluso la “condición de posibilidad” del pensamiento y de la filosofía misma. Presentadas así las cosas, el concepto de «cóncavo» no es ontológicamente superior al modo aristotélico sino que, por el contrario, es lo derivado. Sólo a condición de que hay eso que llamamos «chato» hay eso otro que llamamos «cóncavo». Es sorprendente ver como esta consideración epicúrea adelanta más de veinte siglos antes la inversión de Hegel realizada por Feuerbach: lo infinito, esto es, Dios, el concepto, no pone lo finito, la naturaleza, la materia, sino que, por el contrario, lo finito pone lo infinito. Así pues, el Dios de la filosofía especulativa, o cualquier otro concepto, sólo son pensables en la medida que hay una realidad material, una naturaleza que un día, extraordinariamente, se volvió sobre sí y pudo pensarse a sí misma. Asimismo, la primacía del concepto en el proceso de conocimiento defendida por Hegel da pie a otra crítica que realizará Feuerbach: La apropiación de lo real no puede arrancar del elemento abstracto, sino que, por el contrario, debe partir de lo finito, de lo concreto, de la naturaleza, esto es, de la sensualidad. Lo real hay que entenderlo sensiblemente, no conceptualmente, sólo así el pensamiento encuentra dentro de sí un elemento mediado por lo ajeno a sí mismo que le permite desarrollarse sin riesgo de incurrir en tautologías vacías. Es más, centrar el método de conocimiento en el elemento abstracto, esto es, en el concepto, se aleja ineludible de lo concreto y, en consecuencia, de lo real. Feuerbach argumenta que abstraer es generalizar, olvidar lo particular, lo concreto. Dicho con un ejemplo sencillo, hacer abstracción de los árboles y pensar “el árbol” es olvidar lo que de particular tiene cada árbol, omitir diferencias. Por tanto, en Feuerbach queda establecida la primacía de la sensibilidad. Ahora bien, cabe no confundir el sensismo feuerbachiano con un sensismo craso, simplón. Feuerbach concibe su sensismo atravesado siempre por el pensamiento, es más, el pensamiento alarga y prolonga la sensibilidad misma. Así pues, como Epicuro contra Aristóteles, volvemos a tener que Feuerbach contra Hegel sitúa como elemento primario en el proceso de conocimiento a la sensibilidad, aunque ello, por supuesto, no supone obviar el pensamiento mismo. Feuerbach es a Hegel lo que Epicuro a Aristóteles.

Sea como fuere, no entramos en el “por qué”, los filósofos que no pusieron en la cúspide de la jerarquía ontológica al concepto, a la actividad inteligible pura del pensamiento, al modo aristotélico, sino que, por el contrario, partieron de lo finito, quedaron arrinconados, apestados, condenados a sobrevivir, ellos y su filosofía, de forma subterránea a lo largo de la historia. Así, filósofos de la talla de Epicuro, Helvétius, el barón d'Holbach o Feuerbach, por citar sólo algunos, quedan por lo general olvidados en nuestros manuales de filosofía, así como en la mayoría de los programas curriculares académicos. A modo de ejemplo paradigmático de esto que decimos, nos preguntamos: ¿Por qué es más importante Platón y Aristóteles que Epicuro? ¿Por qué Kant o Hegel y no Marx? La historia es por todos conocida: Epicuro era el cerdo del jardín, un vicioso e impío ateo, y de Marx, ya se sabe, su pensamiento es reducido a diario a una caricatura esquemática o es dilapidado mediante argumentos contingentes de orden histórico, por no decir las versiones más irrisorias que, apelando a las vísceras y al miedo como en los mejores tiempos de la Iglesia católica, hacen de su persona un “demonio rojo” que tiene cola y esgrime tridente. Ahora bien, nos preguntamos ¿qué validez crítica tienen todo este género de afirmaciones? Contracorriente considero que el materialismo filosófico nos invita a reflexionar que -dicho en términos algo poéticos- nos acercamos más a lo sublime filosofando para vivir que no viviendo para filosofar. Ahora bien, realizar este giro radical en relación a nuestra concepción de la filosofía supone invertir esa jerarquía, incrustada en nuestra cultura, que considera la idea, el concepto, el pensamiento puro, como elementos de mayor valor frente a la corporeidad o frente a la sensibilidad, las emociones y la vida. Cuando la razón se afirma mediante la absolutización del principio de identidad parmenídeo los productos del pensamiento, los aparatos conceptuales, se hacen metafísica y, acto seguido, las ciencias se fosilizan, emergen los fundamentalismos religiosos u otros fanatismos, se olvida el carácter inaprensible de lo particular, de la vida, de la naturaleza. Desde el punto de vista axiológico no es banal que la vida en la cosmovisión aristotélica se halle en la sentina del universo, en el punto más alejado respecto de lo considerado ontológicamente superior, esto es, respecto de la divinidad situada más allá de la esfera de las estrella fijas. El materialismo filosófico, por el contrario, apunta a poner el valor en el más acá, en la vida y en el pensamiento en tanto que producto genuino de la vida misma. Bajo esta posición filosófica la actividad conceptual es vista como una maquinaria para el conocimiento del más acá, así como para una emancipación terrena que nos reconcilie, a un mismo tiempo, con nosotros mismos, con la naturaleza y con la vida.

miércoles, junio 04, 2008

De la locura

Descartes en su Meditatio I dice: ...sed amentes sunt isti.......mais quoi? ce sont des fous... Pero, y qué, están locos...

La certeza del cogito de Descartes, el “pienso, luego existo”, abre la modernidad del discurso filosófico. Esta apertura, a ojos de Foucault, significa a un mismo tiempo la escisión entre Razón y sinrazón, entre la razonable duda humana y la animalidad propia del loco. De esta manera la locura, utilizando el término de Derrida, es concebida como la “condición de imposibilidad” del pensamiento mismo luego, si estoy loco no pienso y, finalizando el silogismo con Descartes, si no pienso, no existo. De esta manera, por tanto, la lectura que hace Foucault de Descartes le atribuye a éste la inauguración de un discurso en el que la locura no existe y, en consecuencia, se situada en el silencio. Para el filósofo francés dicho silencio consiste, paradójicamente, en que la idea de locura queda dentro de los límites de la racionalidad moderna. Bajo este supuesto, la modernidad, su discurso, toma la locura como algo que existe por sí, la naturaliza, cuando en realidad no pasa de ser un producto histórico, una “construcción” cultural, resultado de múltiples discursos (biológico, psiquiátrico, etc.) de su tiempo. Por tanto, lo que late como telón de fondo tras la perspectiva foucaultiana es la crítica a la naturalización, a la cosificación, de la locura realizada por los saberes, “ciencias”, “psi” (la psiquiatría, la psicología, el psicoanálisis, etc.). Es más, continuará Foucault, el discurso del poder, una vez abalado por estos saberes, garantizará la represión y el castigo de todo aquello que sea susceptible de ser motejado como locura, esto es, todo aquello que cuestiona el orden social propio de la modernidad, su disciplina laboral capitalista, sus valores morales, etc. Así, según Foucault, todo este discurso del poder se desmonta desde el momento en que se pone de manifiesto la historicidad de los diferentes discursos científicos que le sirven de abal, así como de sus productos conceptuales.

En lo que nos ocupa, ceñidos a la temática de la locura, la crítica de Foucault pasa por poner de manifiesto la cosificación, la naturalización del concepto de locura llevado a cabo por las ciencias “psi” lo que conlleva, paradójicamente, realizar la reconstrucción de un discurso ajeno a la modernidad que saque del silencio a la locura misma. La paradójica inconsistencia del planteamiento de Foucault salta a la vista en tanto que quiere extraerse del silencio, hacer hablar, una locura que, por otro lado, carece de existencia por sí alguna. La cuestión clave es, a mi modo de ver, en qué medida es posible concebir una noción de locura que no incurra en cosificación alguna, en una naturalización, y que, a un mismo tiempo, escape a ese vacío silencioso que el propio Foucault, a la postre, tiene que sustantivar, cosificar, con vistas a establecer el objeto de su propio discurso. Así, por un lado, lo acertado en Foucault reside en su crítica a la cosificación de la locura, a la imposibilidad de determinar la locura como un conjunto de propiedades físicas positivas del individuo, su limitación, por otro lado, en que identifica demasiado prematuramente la existencia por sí de la locura con una compresión de la misma en términos de un estado patológico de la naturaleza del individuo. Foucault repite con la locura el mismo error que comete con el sexo, esto es, extraer precipitadamente del hecho de que no pueda establecerse fuera de la cultura un límite claro entre lo natural y lo histórico-cultural, que lo natural siempre será lo naturalizado en el contexto de una u otra cultura, de uno u otro marco histórico, para llegar a la conclusión de que «todo es cultura».

Ahora bien, llegados a este punto, la tentación es, siguiendo a Lacan, pensar la locura admitiendo su existencia por sí pero evitando circunscribirla en el ámbito de lo “natural”. La locura, bajo esta otra perspectiva, queda caracterizada como cierta relación que el individuo establece con el universo simbólico, con la sustancia social, en que transcurre su existencia, es decir, vendría a ser una determinada forma de relación del individuo con el «gran Otro» lacaniano. Ceñidos a esta noción de locura una individuo inmerso en el universo simbólico tradicional premoderno que defendiese públicamente la ciencia moderna sería rápidamente etiquetado con el epíteto hiriente de «loco». Así, el excluido, el apartado del gran Otro, del universo simbólico intersubjetivamente compartido, ESTÁ «loco». A este respecto Lacan siempre pone énfasis en el ejemplo inverso aparejado a la noción de locura que estamos tratando ahora. Primero, es preciso aclarar que el loco no es el individuo que vive identificado con el mandato simbólico, con la máscara ideológica, “ser rey” aun cuando, a pesar de estar desnudo, cree estar vestido en la medida que todos los súbditos que le rodean se lo aseguran. En este caso, el individuo acepta estar vestido (aun estando desnudo) de forma análoga a como se identifica con la máscara ideológica “ser rey”, esto es, en la medida que su status simbólico es socialmente reconocido. Está desnudo, es rey, en la medida que los otros, el resto de mortales, lo aceptan “como tal”, esto es, como “rey desnudo”. Para Lacan, por el contrario, el loco es aquél que identifica inmediatamente lo real con lo simbólico, esto es, aquél que está convencido de que el mandato simbólico “ser rey” es una cualidad positiva suya, esto es, aquél que no cree que sea rey porque los demás lo reconozcan “como tal” sino que, por el contrario, afirma “soy rey porque soy rey”.

Lo sorprendente ahora es que, bajo esta última perspectiva, las referencias a la locura en el texto de Descartes toman un matiz ambiguo respecto a la posición de Foucault. Descartes escribe: «Y ¿cómo negar que estas manos y este cuerpo sean míos, a no ser que me empareje a algunos insensatos, cuyo cerebro está tan turbio y ofuscado por los negros vapores de la bilis que afirman de continuo ser reyes, siendo pobres, estar vestidos de oro y púrpura, estando en realidad desnudos, o se imaginan que son cacharros o que tienen el cuerpo de vidrio? Mas los tales son locos; y no menos extravagante fuera yo si me rigiera por sus ejemplos». En esta cita cabe diferenciar, por un lado, la noción misma de “locura” que ofrece una lectura literal del texto y, por otro lado, la intención implícita en el texto. Atendiendo a la literalidad del texto Descartes identifica al loco con aquél individuo que padece “alucinaciones”, como aquél que “percibe” lo que los demás no “perciben”. Acogiéndonos a la intención implícita, Descartes parece que busca desmarcar su filosofía de la locura, que no se le «apareje» al ejemplo que dan los «extravagantes» e «insensatos», los locos. Desde ambos enfoques el texto de Descartes parece acogerse de una u otra forma a la noción lacaniana de locura. El texto tomado en su literalidad piensa al loco como alguien que se encuentra fuera del «gran Otro» simbólico, alguien que se “percibe” de forma distinta a como él y sus lectores lo “perciben”. Finalmente, la intención de Descartes es no quedar excluido como un «loco», busca el reconocimiento de los otros, esto es, de sus lectores, de aquellos que comparten con él un mismo universo ideológico.

sábado, mayo 17, 2008

Entrevista a Luis Alegre

Interesante entrevista a Luis Alegre, profesor de filosofía en la Universidad Complutense de Madrid y coautor con Carlos Fernández Liria y Pedro Fernández Liria del genial libro Educación para la ciudadanía, en Venezolana de Televisión (VT).

Primera parte:



Segunda parte:

domingo, mayo 04, 2008

El eterno retorno de Nietzsche

Aunque no suelo poner posts con fragmentos de pensadores, escritores, etc. este va a ser una excepción por su belleza literaria y profundidad filosófica. Parágrafo 341 de La gaya ciencia de Nietzsche:

«Suponiendo que un día, o una noche, un demonio te siguiera en la más solitaria de tus soledades y te dijera: “esta vida, tal y como la has vivido y estás viviendo, la tendrás que vivir otra vez, otras infinitas veces; y no habrá en ella nada nuevo, sino que cada dolor y cada placer y cada pensamiento y suspiro y todo lo indecible pequeño y grande de tu vida te llegará de nuevo, y todo en el mismo orden de sucesión e igualmente esta araña y este claro de luna por entre los árboles, e igualmente este instante, y yo mismo. El eterno reloj de arena de la existencia es dado vuelta una y otra vez - ¡y a la par suya tú, polvito de polvo!” ¿No te arrojarías al suelo rechinando los dientes y maldiciendo al demonio que así te habló? O has experimentado alguna vez un instante tremendo en que le contestarías: “¡eres un dios y jamás he oído decir nada tan divino!” Si esa noción llegara a dominarte, te transformaría y tal vez te aplastaría tal y como eres. ¡La pregunta ante todas las cosas: “¿quieres esto otra vez y aun infinitas veces?” pesaría como peso más pesado sobre todos tus actos! O ¿cómo necesitarías amarte a ti mismo y a la vida, para no desear nada más que esta última y eterna confirmación y ratificación?»

lunes, abril 14, 2008

Desde ningún lugar, más allá de Macondo

Ahora que hace un año, te quiero más que entonces... Para tí, tú sabes por qué.

Hace ahora poco más de un año que escribí la historia de un sin nombre, de un paria que habitaba en ningún lugar, en Macondo. Si ningún lugar es ese espacio donde la imaginación no tiene límites, donde el pensamiento no se ve achatado por la realidad, entonces cabe pensar otro final para aquél anónimo condenado a repetir hasta el infinito, en ciclos repetidos, una misma desdicha, la de ver perder a su amada una y otra vez, la de su negativa infinita, clavada en su corazón con tantos martillazos como ciclos sucesivos del mundo.

Pasaron los meses de nuestro anónimo entre las calles de un Macondo siempre igual. La repetición de lo mismo imponía a su vez la monotonía a su pensamiento, de aquí que no pudiera pensar más allá del sentido común, de lo que todos convenimos, de aquello en que todos estamos de acuerdo. Pero, algo emergió de pronto, un cambio repentino en su pensamiento. Vióse de repente atravesado por un rallo, por una intuición increíble. Le ocurrió por efecto de un encuentro. Por un lado, pensaba y pensaba en el misterio de José Arcadio Buendía, en su capacidad para sorprenderse frente a cualquier evento de la vida, por otro lado, llegó a sus ojos un rostro, una mirada, negra, brillante.

Sobre José Arcadio Buendía llevaba años preguntándose: ¿Cómo podía ser que aquel viejo chiflado se viese poseído por un trozo de hielo, por la alquimia, por cálculos inextricables capaces de deducir la esfericidad del planeta? ¿Por qué José Arcadio Buendía quería agujerear la realidad, rebasar las fronteras de Macondo perdiéndose por las selvas, por la ciénaga? Mientras nuestro anónimo se hacía estas preguntas, inmerso en un Macondo siempre igual, llegó ella, sobrevino el encuentro, ya nada fue igual. Entonces entendió el enigma de José Arcadio Buendía. El secreto de aquel abuelo chiflado, fundador de Macondo, se hizo claro como el agua a través de los ojos de aquella mujer. Aquellos ojos, su expresividad, abrían la puerta a otro mundo. En el acto, no sabe muy bien cómo, nuestro anónimo entendió el enigma de José Arcadio Buendía. Aquél viejo alquimista era capaz de ver mundos enteros a través de los objetos que le traía Melquíades, mundos inhóspitos. Ahora entendía por qué los habitantes de Macondo consideraron que Arcadio era un loco, aquellos mundos inexplorados eran inimaginables para los habitantes del sentido común. Arcadio veía a través de cada cosa lo que él veía a través de los ojos de aquella mujer: otro mundo, un mundo diferente, un afuera de sí mismo.

Tras esta chispa que atravesó su pensamiento nuestro anónimo errante llegó a comprender otra interpretación del eterno retorno que le liberó para siempre de la eterna repetición de lo mismo, de aquella condena eterna, infinita, sucedida una y otra vez. Recordó las palabras de un filósofo alemán, bigotudo, muerto antaño entre las tinieblas de su propio pensamiento. Aquellas palabras le invitaron en su día a que pensara un instante de su vida que repetiría eternamente. Ese instante que él repetiría siempre sería el encuentro con aquella mujer, con sus ojos negros, brillantes, ese encuentro que marcó la diferencia, que le expulsó del territorio del sentido común, que le abrió otro mundo rompiendo el círculo de lo mismo. El eterno retorno no era repetición de lo mismo sino repetición de lo diferente. José Arcadio Buendía -pensó nuestro anónimo- no sólo aprendió latín a escondidas sino que, además, seguro, leyó a hurtadillas, sin que nadie lo viera, algunos fragmentos de La gaya ciencia.

viernes, febrero 29, 2008

Las Meninas de Velázquez

Sólo una pregunta para tí que estás mirando al cuadro de Velázquez: ¿Que pasaría si Velázquez cerrase los ojos?

jueves, febrero 21, 2008

La nihilización de la vida...

De cómo la vida nos la hacen nada, de cómo nos la vacían...

Como decía la vida hoy es la Vida cosificada del mercado capitalista. Esa Vida hurta mi vida, nos niega de continuo nuestras vidas. Ni vivir se nos deja si no es viviendo la Vida. Así, la vida encorsetada por la Vida deviene nihilizada. Ya Nietzsche preveía los derroteros nihilistas que amenazaban nuestro tiempo. El capitalismo, que se ha establecido en todos los rincones imaginados y por imaginar hasta el punto de confundirse con la realidad misma, que invade y somete con su propia lógica nuestra existencia, parece tener como correlato ideológico directo e inconfeso al nihilismo y su efecto de vaciado de nuestras vidas. La vida ocupada por el capitalismo tiene que habérselas con la relativización de todo valor, con la conversión en profano de todo lo que antes era sagrado. Pero el capitalismo también tiene su propio sancta sanctorum, tiene cotos reservados que permanecen ajenos a su propio proceso secularizador, allí alberga su propia ley económica y los espectros que ella dicta. El capital tiene su propio Dios, su propia espectralidad, cultura, como queramos llamarlo. No obstante, la vida, mi vida, nuestras vidas, ataviadas u ocupadas con los ropajes de este Dios no pasan de ser una nueva sustantivación de una vida mediada por una universalidad igualmente nihilizadora y despotenciadora. Es más, dentro de este proceso de nihilización general cabe cerciorarse también de la pérdida de fuerza, de vitalidad, sufrida por aquellas ofertas de vida e ideologías que, con sus respectivas concepciones del bien y del mal, son despojadas de su radical especificidad, aun siendo otrora subversivas y transgresoras, han sido finalmente absorbidas por la aspiradora nihilizadora del mercado capitalista. ¿No es el pluralismo, que hoy goza de tanto prestigio, una especie de remake del trasnochado liberalismo desgastado por la capacidad nihilizadora del capitalismo? Bajo éste las diferentes culturas e ideologías sólo son asumibles en su versión light, en la medida que renuncian a su sustancia y se despojan así de su radical otredad. Allí donde ninguna cultura, ideología, es tomada demasiado en serio, donde la creencia en los dioses es ya un ejercicio de cinismo, está presente la ideología del capitalismo global actual: el pluralismo.

Viene a mí la pregunta: ¿Qué hay de mi vida? Bajo este panorama, en medio del océano nihilista, resulta inquietante, por no decir aterrador, preguntarse por la vida propia, expresar qué alcanza a pensar y sentir uno mismo de sí mismo, de su propia vida. Resulta duro, muy duro, percatarse y asumir que nuestra vida se encuentra vaciada, que se haya disuelta en el ácido del océano nihilista. Aquí nos encontramos frente a la paradoja implícita en el saber que la vida propia nos está siendo hurtada por el capitalismo, que transcurre en una alienación existencial: por un lado, el miedo a saberse en la nada, el horror al vacío, puede contener el odio a la vida, llevarnos a adoptar la Vida que se nos impone como lugar de refugio desde el cuál evitar el drama nihilista, por otro lado, el saberse en la nada puede ser un acicate más que añadir a ese odio a la vida, a esa fuerza dispuesta a soslayar los límites nihilistas, puede llevarnos a hacernos cargo de nuestro propio existir, de nuestra vida, contra la Vida. Pero incluso asumida nuestra estancia en éste último paraje, en medio del odio a la vida, todavía me queda el interrogante por el camino que queda por andar, si lo hay o no, si debo o no arriesgarme a adentrarme en caminos sospechosos de llevar a la postre al mismo sitio del que se pretendía partir huyendo. Cualquier recorrido, cualquier propuesta política positiva, estará siempre bajo la sospecha de ser, de buen principio o al fin, absorbida por la realidad, por el capitalismo nihilizante. ¿Vale la pena correr el riesgo? En Artaud no habrá discurso, ni propuesta positiva alguna, sólo una apuesta por un inmanente querer vivir. Esto es quizá lo que haya que problematizar...

sábado, febrero 09, 2008

Una vida colonizada…

¿Hasta qué punto mi vida es mi vida? Esta es la cuestión que a mí me viene a la cabeza cuando me esfuerzo en decir qué siento, qué pienso de esta mi vida.

Cómo saber si lo que yo diga aquí no es expresión de otra Vida que se me impone cada día y a cada momento. Posiblemente sea expresión de una vida ocupada y sometida, que balbucea un discurso trillado dentro de los límites de lo establecido, quizá también, y a un mismo tiempo, sea lo que Artaud denominaba el grito mismo de una vida que odia la vida, que sufre y que por ello mismo intenta pensar lo impensado, que no puede soportar una cárcel que limita y filtra la existencia.

Hoy se nos alecciona incesantemente, por doquier, con qué vida merece la pena ser vivida. Si la vida, pensada metafóricamente, fue otrora un desierto, éste ya ha sido parcelado, en él se han trazado unas fronteras tan invisibles como las telas de araña, es territorio vedado mediante cercos y muros que están ahí muy próximos, modelando nuestra existencia, y muy lejanos, tanto que resultan imperceptibles. El cercado de campos que la burguesía decimonónica trajo consigo, los enclousures, era una anticipación de entre múltiples de lo que estaba por llegar en el ámbito de la vida. La vida lleva ya largo tiempo, más si cabe en nuestra contemporaneidad, siendo espacio de combate, es terreno que conquistar, que ocupar. En los lares de la vida se da otra batalla no manifiesta, que poco tiene que ver directamente con las guerras que detonan bombas, es otra guerra de ocupación que permanece invisible y que sólo alcanzamos a sentir mediante un sufrir inefable, un malestar que atraviesa nuestra corporeidad. El capitalismo ha colonizado, coloniza y sigue colonizando a diario la vida. El capitalismo se ha establecido hasta tal extremo en nuestro pensamiento, en nuestro cuerpo, que parece una simple quimera plantearse encontrarse a uno mismo, delimitar al margen del mercado qué hacer con la propia vida.

Se nos exige de continuo cómo hay que vivir. Un canto de sirenas nos seduce y adiestra con la idea de que nuestra vida sólo vale la pena en la medida que nos ciñamos a cierto humano tipo, en la medida que adoptamos determinados patrones de conducta, cánones de consumo, cierto standard de vida. Lo que hoy se denomina estilos-de-vida no son más que un abanico de vidas cosificadas por el capitalismo. La elección por una de esas diferentes opciones vitales puede identificarse con la elección entre una variada gama de mercancías dispuestas para ser vendidas en el mercado. La adscripción a cierto estilo-de-vida, la militancia en una u otra oferta “cultural” mercantilizada es tolerada siempre que se halle previamente mediada por la universalidad que la lógica del capital impone. El pluralismo está al orden del día: todas las culturas son igualmente válidas siempre que no sean tomadas demasiado en serio y asuman, eso sí, la universalidad que exige el capital. Así, la vida es encorsetada bajo uno u otro patrón de vida light ofertado en el mercado. La consecuencia: nuestra propia experiencia existencial no pasa de ser un producto adulterado de mercado más. Paradójicamente, por una lado, esas experiencias encorsetadas referentes a uno o múltiples corsés son casi infinitas, por otro lado, penetran hasta tal punto en nuestra cotidianidad que aun siendo tantas cuesta incluso enumerar unas cuantas: vive la sensación de conducir un buen coche último modelo, disfruta del viaje programado de turno al otro rincón del planeta, cómprate la ropa skater que sigue la moda del momento, hipotécate hasta el cuello en tu vivienda, ponte al día de la basura televisiva, de los reality-shows, del programa color salsa rosa, ¡del corazón lo llaman!, etc. Esta es la Vida que ya se ha instalado en nuestro superyo vía imperativos tales como: “cumple con tu trabajo por el que te pagan cuatro duros tras una larga jornada de esfuerzos denodados”, “obedece ciegamente”, “no rechistes”, “haz pocas preguntas”, “piensa lo menos posible”, “repite como una cacatúa lo que se dice a diario por los mass media”, “pasa los ratos muertos comentando una y otra vez las veleidades referentes al último producto tecnológico de éxito de mercado”, “aprovecha tu tiempo, estás obligado a divertirte”, etc.

La amenaza que pende como la espada de Democles tras tú posible negativa a ceñirte a uno u otro estilo-de-vida “cultural” ofertado, a desobedecer los mandatos imperativos, es quedarte desconectado de la realidad, la exclusión pura y dura. Hoy verse condenado al ostracismo no es quedarse fuera de la ciudad como en tiempos de Atenas sino quedar fuera de la realidad misma. Conéctate y sobrevivirás. Es más, el precio de la desconexión es perder el tren de la Vida, estar desperdiciando tu vida que sólo merece ser vivida según el canon impuesto por la Vida, asumir que tu vida no vale nada, que no es digna de ser vivida.

domingo, febrero 03, 2008

Una vida que se escurre...

..., que se pierde entre los poros del texto. Reflexiones desde la lectura de Antonin Artaud (1896-1948).

El mero objetivo de plasmar negro sobre blanco, en una hoja de papel, qué siento y qué pienso, si es que una cosa y la otra no son lo mismo, es ya un fraude, un artificio llamado a un fin funesto y lamentable. Ante tal fin, Artaud de una manera menos retórica y solemne nos preguntaría: ¿No es absurdo pretender que las palabras traten de aprehender lo que no se alcanza a pensar o sentir? La vida es eso que tenemos a cada instante, eso que en ocasiones nos pesa tanto, también eso que se pierde en el olvido a cada momento, la vida también se nos va. Una vida, la mía o la de cualquier otro, un estado existencial, no puede aprehenderse en un pasaje literario o en un ensayo filosófico, escapa entre los huecos inherentes a toda red tejida bajo los presupuestos de la gramática implícita en todo texto. Cualquier texto, por perspicaz e ingenioso que sea, y la vida, la mía o la de cualquiera, pertenecen a esferas inconmensurables. Es más, estando ese fracaso de lo que intento decir asegurado de entrada, cabe añadir que, además, cuando este texto llegue a las manos del lector, o cuando vuelva a ser leído por mi mismo otro día futuro, aparecerá con la pérdida de vigorosidad mimética que pudo tener mientras lo escribía. No puede dejar ahora de venirme a la cabeza esa vuelta que uno realiza a textos pretéritos propios. Son vueltas terribles donde uno mismo ya no se reconoce a sí mismo. Esa experiencia hace que uno se percate que algo se ha perdido irremediablemente, que todo el color, los sentimientos y emociones, las sensaciones e intuiciones plasmadas antaño en palabras resultan, pasado el tiempo, meras excentricidades que a uno mismo le resultan ajenas u oraciones que no aciertan a hacer sentir lo ya devenido. ¿No es esto indicativo de cómo se nos va la vida? Todo texto, una vez finalizado, finiquitado el ejercicio de su escritura, no puede ser obra alguna que recoja la vida, no puede pasar de ser un excremento de la vida. El destino trágico de decir la vida es inevitable, basta sólo percatarse de que nuestra propia vida nos es inasible, es asumir como fin decir lo indecible. La única obra capaz de asir la vida es la propia vida.

jueves, enero 10, 2008

El mal político

Tratar de la cuestión del mal político exige detenerse en Nicolás Maquiavelo (1469-1527). Si a alguien ha tratado fatal la historia ha sido a Maquiavelo, su nombre ha servido para dar nombre al mal más malo, al mal político. Cuando se oye el nombre "Maquiavelo" se produce una "natural" aversión en nosotros. ¿A quién no se le ha recriminado alguna vez "¡eso es maquiavélico!"? La causante del despropósito de tomar el nombre de uno de los pensadores más importantes que inician la modernidad, intachable en su responsabilidades, honesto, ejemplo de coherencia y devoción, fundador del llamado republicanismo cívico, para denominar al mal político fue la Iglesia romana. El nombre del mal es por todos nosotros conocido: "maquiavelismo".

Así, el maquiavelismo político no es una creación de Maquiavelo sino una invención de la Iglesia. Ésta le robó el nombre al canciller florentino para nombrar el mal por, entre otras cosas, defender el poder temporal, el poder del Estado, por encima del llamado poder eterno, del poder del Papa. Aquí en la tierra no tenemos que supeditarnos al cielo, a Dios, sino a los poderes de que se dota la comunidad política. Maquiavelo fue el primero que incluyó entre las tareas del Estado cuidar y deberse al pueblo, antes sólo estaba al tanto de sacralizar los privilegios. Maquiavelo tampoco dijo nunca la célebre frase "el fin justifica los medios", se la atribuyeron los acólitos de Roma aun cuando ellos justificaban en nombre de Dios el uso de hogueras, torturas y demás atrocidades. Pero, incluso, aunque Maquiavelo hubiera dicho tal frase uno puede preguntarse contracorriente: ¿Qué puede justificar los medios si no un buen fin?

Maquiavelo lo que defendía era que si algo justifica determinadas acciones son los resultados. Parecido pero no es lo mismo. No es lo mismo el fin que moviliza unos u otros medios que los resultados obtenidos tras una determinada praxis. Un príncipe con virtú -digo bien, virtú- se diferenciará de uno que no la tiene por el buen resultado de sus acciones, a posteriori, nunca a priori. Al florentino no le valen los fines loables, no le sirve la excusa de una acción repleta de bondad, plagada de decorosas intenciones bajo una u otra convicción absoluta abstracta, llámese Dios, imperativo categórico o cualquier otra instancia sagrada, si lleva a la ruina a la comunidad política, al pueblo. Es más, Maquiavelo sólo defiende medidas extremas - no cabe citar cuáles, son por todos conocidas- de manera temporal, por brevísimo tiempo, cuando la situación es de excepción. Dada una situación de excepción, cuando la existencia misma de la comunidad política está amenazada carece de sentido respetar las normas, valores y leyes que ella misma ha engendrado. Es más, de poco servirán éstas una vez aniquilada la ciudad, la comunidad política, en que cobran vida. En situación normal, en tiempos de República, de principado estable, cuando los ciudadanos se identifican plenamente con su pueblo, leyes y costumbres, cuando viven en una comunidad ética, hay que ceñirse escrupulosamente al marco legal.

La ética de la responsabilidad, que se atiene a las consecuencias, y no a la supeditación a una u otra convicción, entraba en radical contradicción con el principio sagrado sobre el cuál se sustentaban la totalidad de las pruebas de la existencia de Dios. Dicho dogma rezaba: "la causa es más excelente que el efecto". ¿Existe belleza e inteligencia en el mundo, en la criatura, en el efecto? Sí, entonces debe haber lo más bello e inteligente que quepa imaginar en la causa del mundo, de la criatura, en el creador. Maquiavelo transgrede éste principio sagrado de la Iglesia: del mal puede devenir el bien, el mal político puede salvar la comunidad política y preparar las condiciones para la comunidad ética, para la República. El mal político, lo menos excelente, lo peor, en tanto que causa puede tener como efecto el bien político, algo mejor, más excelente.

Maquiavelo se adelantó en esto, como en otras muchas otras cosas, a su tiempo. Incluso hoy cuesta hacerse preguntas tales como: ¿vale el mal para conseguir el bien? ¿la paz puede conseguirse mediante la guerra? ¿puede la mentira servir a la verdad?

miércoles, enero 02, 2008

De la memoria

TX 32. Agustí: Confessions X,VIII,12...arribo als camps i amples palaus de la memòria <> on són els tresors d'innumerables imatges aportades <> per coses sensibles de tot tipus. Allí està amagat també el que pensem o augmentant o disminuint o variant alguna cosa del que els sentits han captat i totes les altres dades que hi són dipositades i conservades, en la mesura que no les hagi absorbides i soterrades l'oblit*. Quan hi sóc, demano que se'm presentin totes les imatges que vull, i algunes acuden a l'instant, d'altres es fan desitjar més temps i cal arrencar-les, com si diguéssim, d'uns receptacles més recòndits, d'altres es precipiten en massa i, mentre hom demana i cerca una altra cosa, salten al mig, com dient: «No som potser nosaltres?» I les expulso, amb la mà del cor, de la faç del meu record, fins que surt del núvol la que desitjo i s'ofereix als meus ulls des del seu amagatall. D'altres, encara, arriben fàcilment i en sèries ordenades, a mesura que les crido, mentre les precedents deixen el lloc a les següents, i, havent-los-el cedit, s'amaguen per a reaparèixer quan jo vulgui. És del tot el que s'esdevé quan conto alguna cosa de memòria. quod totum fit, cum aliquid narro memoriter.

De entrada Agustín nos remite a la noción de memoria propia de Aristóteles. Por tanto, define la memoria como receptáculo de imágenes originadas por las cosas sensibles, imágenes que, y esto es importante, no se reducen a lo captado por el sentido de la vista sino por todos y cada uno de los sentidos. Así pues, los objetos de la memoria son las imágenes sensibles que, a su vez, incorporan dentro de sí, en potencia, las formas inteligibles, esto es, los conceptos que dan con la esencia de las cosas sensibles mismas. De lo expuesto lo primero que cabe extraer es que la memoria resulta imprescindible al proceso de conocimiento mismo, sin memoria no habría imagen y sin imagen el acto intelectivo se daría en el vacío, no habría forma inteligible alguna que asimilar por el entendimiento. Esto entra en clara contradicción con la tendencia hoy dominante en los ámbitos del conocimiento, la enseñanza, incluso en el ambiente espiritual de nuestro tiempo, a valorar cada día menos la memoria.

Ahora bien, estas imágenes no son lo percibido en acto, sino una variación de lo percibido, un recuerdo más o menos tenue de lo percibido. De aquí que memoria y olvido vayan siempre unidas, que no pueda pensarse la una sin la otra. Supongamos que jamás olvidáramos nada o, lo que es lo mismo, que tuviéramos la capacidad de “recordar” absolutamente todo, si hablar de “recordar” tiene aquí sentido, que, en definitiva, tuviéramos una memoria absoluta. Bajo este supuesto estaríamos sencillamente locos, no sólo por el sufrimiento (o dicha) siempre en acto que implicarían determinados “recuerdos”, cosa no poco importante, ya Freud solía decir que “los histéricos sufren frecuentemente con sus recuerdos”, sino también porque los recuerdos mismos serían realidades como piedras, conviviríamos con los espectros del pasado, con los muertos de anteriores generaciones, con las vivencias pretéritas, como si fueran del presente. Incluso, quizá, si tuviéramos una memoria absoluta, no tendría sentido alguno la distinción entre pasado y presente. En lo concerniente a la identidad, ¿cómo se vería uno a sí mismo? ¿con qué imagen de mí mismo m
e identificaría si todas fueran actualmente iguales? Conviviríamos con réplicas nuestras por doquier, seguramente, quien sabe, experimentaríamos no un desdoblamiento de personalidad sino una multiplicación infinita de la misma. Además, sin olvido la fantasía no tendría espacio alguno para su juego, para reconstruir aquello que el recuerdo deja siempre en el olvido, no nos acordaríamos de esto o aquello de forma sesgada sino en su plenitud. Perdido el juego de la fantasía pasaríamos a ser seres tremendamente aburridos, hastiados, sin capacidad para crear historias fantásticas y mundos imposibles. Entre otras consecuencias, por ejemplo, no habría lugar para la literatura ni para la creación artística en general. Y si orientamos nuestra reflexión hacia el otro extremo... ¿Y si todo sucumbiera en el olvido? Si del olvido mismo nos olvidáramos, si no supiéramos de qué tratamos, de qué hablamos, al referirnos al olvido entonces tampoco sabríamos que es tener memoria, recordar, echar de menos, bajo este supuesto no tendríamos jamás un sentimiento de pérdida, de nostalgia, y si tampoco, tuviéramos éstos, no habría qué recordar, valorar, añorar o amar. Si todo sucumbiera en el olvido ipso facto tampoco habría posibilidad, según Aristóteles, de conocimiento alguno tal y como ya hemos dicho anteriormente, pero es que, además, tampoco tendríamos conceptos ni cultura alguna a partir de la cuál abordar objeto alguno, objeto que, claro está, tampoco podríamos retener en la memoria. Finalmente, no tendríamos identidad alguna a través de la cuál realizarnos, ¿cuál sería nuestra biografía?, ni tan siquiera hubiéramos surgido de la “noche del mundo”, no habría persistido lo real aparente de Hegel más allá de un instante puesto que, en última instancia, éste no es más que una imagen, una metafísica, un universo simbólico intersubjetivamente compartido a lo largo de nuestra existencia.

Si hasta aquí, en cierto modo, hemos resaltado lo positivo derivado del hecho de que la memoria o el olvido no sean absolutas, abordaremos ahora, por el contrario, el lado oscuro, lo negativo, de la memoria cotidiana. Y que mejor para tratar de lo negativo que Schopenhauer. Muy famosas son sus advertencias respecto a la memoria, es más, apuntan en cierto sentido al psicoanálisis de Freud. Schopenhauer, como Aristóteles y Agustín en el texto objeto de este comentario, hace la distinción en el seno de la memoria misma entre imagen sensible y concepto, además, para el filósofo alemán la primera tiene más fuerza, persiste más tiempo y mejor, más fidedignamente, en la memoria, que la segunda. Así para Schopenhauer, cuando, por ejemplo, perdemos a la persona amada reside en nosotros con más fuerza las sensaciones, los sentimientos, etc. que vivimos con aquella persona amada que el concepto que teníamos de la misma. Este hecho lejos de dar lugar al placer es, por el contrario, dada la pérdida, una fuente permanente de dolor. De esta manera las imágenes o recuerdos traumáticos que persisten en la memoria sin ser reprimidos pueden dar lugar a la locura, a neurosis diríamos con Freud. Por tanto, volviendo a los términos de Schopenhauer, la voluntad, con vistas a preservar la vida, romperá el hilo de la memoria lanzando al olvido el recuerdo traumático. También advierte el insólito filósofo alemán de las malas pasadas que juega la fantasía, esto es, de la capacidad de reproducir mentalmente en la imagen los huecos que no somos capaces de recordar. Por ejemplo, cuando tras largo tiempo sin ver a un familiar volvemos a encontrarnos con él experimentamos la extraña sensación de un curioso desajuste entre el recuerdo mediado por la fantasía y lo sensible en acto presentado a nuestros sentidos, la presencia fáctica de dicho familiar. Dicho desajuste entre la imagen fantasmática y el sensible suele ser fuente frustraciones varias, aunque también de consuelos. Por ejemplo, no es difícil citar, a modo de ilustración, el recuerdo idílico de un ser querido que se encuentra lejos y que el nuevo trato personal nos hace redescubrir los rasgos que antaño nos molestaban y enojaban o, en el otro sentido, cuando una persona querida muere nos resulta un consuelo recordar sólo lo bueno de aquella persona, su imagen fantasmática, idealizada. Bajo este contexto hay en Schopenhauer una invitación explícita a pensar cierto mecanismo selectivo: «Cada uno tiene el máximo de memoria para lo que le interesa y el mínimo para lo que no le interesa».

Lo dicho finalmente nos lleva a realizar una pequeña fenomenología del recuerdo, cosa que también hace Agustín en el fragmento que estamos comentando. Para Agustín estarían los recuerdos voluntarios que llegan instantáneos, los recuerdos voluntarios no instantáneos y los recuerdos involuntarios. Más allá de la interesante clasificación de los “recuerdos”, lo realmente interesante, a mi modo de ver, reside en cuáles son los mecanismos psíquicos que ubican cada recuerdo en uno u otro tipo dentro de la taxonomía agustiniana. La dilucidación de tales mecanismo respondería a la pregunta clave siguiente: ¿Qué recordamos y por qué?

La importancia de la memoria no sólo fue resaltada por Aristóteles sino también, y quizá de forma mucho más explícita, por pensadores sumamente críticos con el Estagirita tales como Epicuro y, mucho después, ahora ya en pleno Renacimiento, por el nolano Giordano Bruno. Para finalizar citamos uno de los pasajes filosóficos más bellos acerca de la memoria. Epicuro, cuando está a punto de morir, escribe a su discípulo Idomeneo: «En el día más feliz y al mismo tiempo el último de mi vida, te escribía yo por esto: me acompañan tales dolores de vejiga y de intestino como no puede haberlos más agudos, pero a todo ello se opone el gozo de mi alma al recordar nuestras conversaciones pasadas; tú, tal como corresponde a tu buena disposición, desde joven, hacia mí y hacia la filosofía, cuida de los hijos de Metrodoro» (D. Laercio, X, 22). En este pasaje que constituye la última lección de Epicuro la memoria tiene la función de fármaco contra los dolores físicos, la memoria es concebida como un depósito de placer catastemático que, llegado el momento, siempre puede oponerse al dolor cinético.