Ahora que hace un año, te quiero más que entonces... Para tí, tú sabes por qué.
Hace ahora poco más de un año que escribí la historia de un sin nombre, de un paria que habitaba en ningún lugar, en Macondo. Si ningún lugar es ese espacio donde la imaginación no tiene límites, donde el pensamiento no se ve achatado por la realidad, entonces cabe pensar otro final para aquél anónimo condenado a repetir hasta el infinito, en ciclos repetidos, una misma desdicha, la de ver perder a su amada una y otra vez, la de su negativa infinita, clavada en su corazón con tantos martillazos como ciclos sucesivos del mundo.
Pasaron los meses de nuestro anónimo entre las calles de un Macondo siempre igual. La repetición de lo mismo imponía a su vez la monotonía a su pensamiento, de aquí que no pudiera pensar más allá del sentido común, de lo que todos convenimos, de aquello en que todos estamos de acuerdo. Pero, algo emergió de pronto, un cambio repentino en su pensamiento. Vióse de repente atravesado por un rallo, por una intuición increíble. Le ocurrió por efecto de un encuentro. Por un lado, pensaba y pensaba en el misterio de José Arcadio Buendía, en su capacidad para sorprenderse frente a cualquier evento de la vida, por otro lado, llegó a sus ojos un rostro, una mirada, negra, brillante.
Sobre José Arcadio Buendía llevaba años preguntándose: ¿Cómo podía ser que aquel viejo chiflado se viese poseído por un trozo de hielo, por la alquimia, por cálculos inextricables capaces de deducir la esfericidad del planeta? ¿Por qué José Arcadio Buendía quería agujerear la realidad, rebasar las fronteras de Macondo perdiéndose por las selvas, por la ciénaga? Mientras nuestro anónimo se hacía estas preguntas, inmerso en un Macondo siempre igual, llegó ella, sobrevino el encuentro, ya nada fue igual. Entonces entendió el enigma de José Arcadio Buendía. El secreto de aquel abuelo chiflado, fundador de Macondo, se hizo claro como el agua a través de los ojos de aquella mujer. Aquellos ojos, su expresividad, abrían la puerta a otro mundo. En el acto, no sabe muy bien cómo, nuestro anónimo entendió el enigma de José Arcadio Buendía. Aquél viejo alquimista era capaz de ver mundos enteros a través de los objetos que le traía Melquíades, mundos inhóspitos. Ahora entendía por qué los habitantes de Macondo consideraron que Arcadio era un loco, aquellos mundos inexplorados eran inimaginables para los habitantes del sentido común. Arcadio veía a través de cada cosa lo que él veía a través de los ojos de aquella mujer: otro mundo, un mundo diferente, un afuera de sí mismo.
Tras esta chispa que atravesó su pensamiento nuestro anónimo errante llegó a comprender otra interpretación del eterno retorno que le liberó para siempre de la eterna repetición de lo mismo, de aquella condena eterna, infinita, sucedida una y otra vez. Recordó las palabras de un filósofo alemán, bigotudo, muerto antaño entre las tinieblas de su propio pensamiento. Aquellas palabras le invitaron en su día a que pensara un instante de su vida que repetiría eternamente. Ese instante que él repetiría siempre sería el encuentro con aquella mujer, con sus ojos negros, brillantes, ese encuentro que marcó la diferencia, que le expulsó del territorio del sentido común, que le abrió otro mundo rompiendo el círculo de lo mismo. El eterno retorno no era repetición de lo mismo sino repetición de lo diferente. José Arcadio Buendía -pensó nuestro anónimo- no sólo aprendió latín a escondidas sino que, además, seguro, leyó a hurtadillas, sin que nadie lo viera, algunos fragmentos de La gaya ciencia.