La certeza del cogito de Descartes, el “pienso, luego existo”, abre la modernidad del discurso filosófico. Esta apertura, a ojos de Foucault, significa a un mismo tiempo la escisión entre Razón y sinrazón, entre la razonable duda humana y la animalidad propia del loco. De esta manera la locura, utilizando el término de Derrida, es concebida como la “condición de imposibilidad” del pensamiento mismo luego, si estoy loco no pienso y, finalizando el silogismo con Descartes, si no pienso, no existo. De esta manera, por tanto, la lectura que hace Foucault de Descartes le atribuye a éste la inauguración de un discurso en el que la locura no existe y, en consecuencia, se situada en el silencio. Para el filósofo francés dicho silencio consiste, paradójicamente, en que la idea de locura queda dentro de los límites de la racionalidad moderna. Bajo este supuesto, la modernidad, su discurso, toma la locura como algo que existe por sí, la naturaliza, cuando en realidad no pasa de ser un producto histórico, una “construcción” cultural, resultado de múltiples discursos (biológico, psiquiátrico, etc.) de su tiempo. Por tanto, lo que late como telón de fondo tras la perspectiva foucaultiana es la crítica a la naturalización, a la cosificación, de la locura realizada por los saberes, “ciencias”, “psi” (la psiquiatría, la psicología, el psicoanálisis, etc.). Es más, continuará Foucault, el discurso del poder, una vez abalado por estos saberes, garantizará la represión y el castigo de todo aquello que sea susceptible de ser motejado como locura, esto es, todo aquello que cuestiona el orden social propio de la modernidad, su disciplina laboral capitalista, sus valores morales, etc. Así, según Foucault, todo este discurso del poder se desmonta desde el momento en que se pone de manifiesto la historicidad de los diferentes discursos científicos que le sirven de abal, así como de sus productos conceptuales.

Ahora bien, llegados a este punto, la tentación es, siguiendo a Lacan, pensar la locura admitiendo su existencia por sí pero evitando circunscribirla en el ámbito de lo “natural”. La locura, bajo esta otra perspectiva, queda caracterizada como cierta relación que el individuo establece con el universo simbólico, con la sustancia social, en que transcurre su existencia, es decir, vendría a ser una determinada forma de relación del individuo con el «gran Otro» lacaniano. Ceñidos a esta noción de locura una individuo inmerso en el universo simbólico tradicional premoderno que defendiese públicamente la ciencia moderna sería rápidamente etiquetado con el epíteto hiriente de «loco». Así, el excluido, el apartado del gran Otro, del universo simbólico intersubjetivamente compartido, ESTÁ «loco». A este respecto Lacan siempre pone énfasis en el ejemplo inverso aparejado a la noción de locura que estamos tratando ahora. Primero, es preciso aclarar que el loco no es el individuo que vive identificado con el mandato simbólico, con la máscara ideológica, “ser rey” aun cuando, a pesar de estar desnudo, cree estar vestido en la medida que todos los súbditos que le rodean se lo aseguran. En este caso, el individuo acepta estar vestido (aun estando desnudo) de forma análoga a como se identifica con la máscara ideológica “ser rey”, esto es, en la medida que su status simbólico es socialmente reconocido. Está desnudo, es rey, en la medida que los otros, el resto de mortales, lo aceptan “como tal”, esto es, como “rey desnudo”. Para Lacan, por el contrario, el loco es aquél que identifica inmediatamente lo real con lo simbólico, esto es, aquél que está convencido de que el mandato simbólico “ser rey” es una cualidad positiva suya, esto es, aquél que no cree que sea rey porque los demás lo reconozcan “como tal” sino que, por el contrario, afirma “soy rey porque soy rey”.
