Una breve introducción muy pedagógica a algunos rasgos elementales del pensamiento de Antonio Gramsci...
Primera parte:
Segunda parte:
Tercera parte:
martes, julio 29, 2008
martes, julio 22, 2008
Del concepto
TX 31. Aristòtil Metafísica E (VI),1025 b30-1026ª5 "Les definicions i les essències són unes vegades com el xato d'altres com el còncau. La diferència és que el xato està pres suneilêmmenon junt amb la matèria , xato és un nas còncau , la concavitat (koilotes) sense la matèria sensible. Tot el que és físic és diu com el xato homoiôs tôi simôi legontais, com nas, ull, cara (prosopon), carn, os, com a tot animal; fulla, arrel, escorça, com a tot planta. La seva definició (logos) no pot fer-se sense el moviment, inclou sempre la matèria outhenos gar aneu kinêseôs ho logos autôn, all' aei echei hulên,. És evident (dêlon), doncs, com s'ha de buscar (zetein) i definir (horizesthai) fisicament."
Gilles Deleuze en su famosa obra ¿Qué es la filosofía? responde a esta pregunta de la siguiente manera: «La filosofía es el arte de formar, de inventar, de fabricar los conceptos». Así pues, para Deleuze el concepto es el producto genuino de la filosofía, aquello que por antonomasia ocupa al filósofo. La tarea del filósofo es deconstruir y construir conceptos, sus herramientas son los conceptos, su problema y preocupación son los conceptos. El filósofo, una vez que su pensamiento se encuentra ocupado con uno u otro objeto, una vez atiende a lo problemático de dicho objeto, sea éste de la índole que sea, sólo puede abrirse paso a través de conceptos, aunque, en ocasiones, trágicamente, también se pierda por ellos precipitándose por el barranco de la locura. Schopenhauer y Chesterton, dos pensadores insólitos cuya terrible paradoja reside en ser terriblemente reaccionarios y a la postre dar argumentos cuya radicalidad pueden tener un alcance revolucionario, ya apuntaban a que la locura nunca fue resultado de la voluntad o la fe sino, por el contrario, fue producto de un uso excesivo de la razón y el entendimiento, de un marearse entre conceptos. De hecho, podríamos justificar cómo la “separación” respecto del concepto, respecto del universo simbólico, del «gran Otro» lacaniano puede entenderse como la locura misma. Y ejemplos de esto los encontramos entre los filósofos de las tendencias más dispares.
Dicho lo dicho, no obstante, el filósofo tiene como obligación, se siente “ligado a”, “comprometido a”, tomar como objeto el concepto mismo, no le queda más remedio que pensar el concepto, su lógica. El pensamiento y su producto más genuino se vuelven sobre sí, se hacen reflexivos, entra en una dinámica circular. En esta línea, Aristóteles estima que la actividad intelectual, lo propio del alma racional, esto es, dar con los conceptos que captan la esencia misma de la cosas, manejarse con los conceptos y sus relaciones lógicas, es la labor que por excelencia nos “asemeja” a la divinidad. El pensamiento humano se vuelve sobre sí de igual manera a como el primer motor inmóvil, lo divino en el más allá, permanece ensimismado pensándose a sí mismo, enamorado de sí, sin relacionarse con lo que a juicio de Aristóteles es ontológicamente inferior, esto es, con la materia, con la corporeidad. Llegados a este punto, cabe plantearse aquí la típica inversión de valores epicúrea del aristotelismo consistente en considerar lo más valioso, lo más sagrado, no la actividad intelectual como tal sino la materia, esa corporeidad que es, en última instancia, el elemento constitutivo de toda vida, incluso la “condición de posibilidad” del pensamiento y de la filosofía misma. Presentadas así las cosas, el concepto de «cóncavo» no es ontológicamente superior al modo aristotélico sino que, por el contrario, es lo derivado. Sólo a condición de que hay eso que llamamos «chato» hay eso otro que llamamos «cóncavo». Es sorprendente ver como esta consideración epicúrea adelanta más de veinte siglos antes la inversión de Hegel realizada por Feuerbach: lo infinito, esto es, Dios, el concepto, no pone lo finito, la naturaleza, la materia, sino que, por el contrario, lo finito pone lo infinito. Así pues, el Dios de la filosofía especulativa, o cualquier otro concepto, sólo son pensables en la medida que hay una realidad material, una naturaleza que un día, extraordinariamente, se volvió sobre sí y pudo pensarse a sí misma. Asimismo, la primacía del concepto en el proceso de conocimiento defendida por Hegel da pie a otra crítica que realizará Feuerbach: La apropiación de lo real no puede arrancar del elemento abstracto, sino que, por el contrario, debe partir de lo finito, de lo concreto, de la naturaleza, esto es, de la sensualidad. Lo real hay que entenderlo sensiblemente, no conceptualmente, sólo así el pensamiento encuentra dentro de sí un elemento mediado por lo ajeno a sí mismo que le permite desarrollarse sin riesgo de incurrir en tautologías vacías. Es más, centrar el método de conocimiento en el elemento abstracto, esto es, en el concepto, se aleja ineludible de lo concreto y, en consecuencia, de lo real. Feuerbach argumenta que abstraer es generalizar, olvidar lo particular, lo concreto. Dicho con un ejemplo sencillo, hacer abstracción de los árboles y pensar “el árbol” es olvidar lo que de particular tiene cada árbol, omitir diferencias. Por tanto, en Feuerbach queda establecida la primacía de la sensibilidad. Ahora bien, cabe no confundir el sensismo feuerbachiano con un sensismo craso, simplón. Feuerbach concibe su sensismo atravesado siempre por el pensamiento, es más, el pensamiento alarga y prolonga la sensibilidad misma. Así pues, como Epicuro contra Aristóteles, volvemos a tener que Feuerbach contra Hegel sitúa como elemento primario en el proceso de conocimiento a la sensibilidad, aunque ello, por supuesto, no supone obviar el pensamiento mismo. Feuerbach es a Hegel lo que Epicuro a Aristóteles.
Sea como fuere, no entramos en el “por qué”, los filósofos que no pusieron en la cúspide de la jerarquía ontológica al concepto, a la actividad inteligible pura del pensamiento, al modo aristotélico, sino que, por el contrario, partieron de lo finito, quedaron arrinconados, apestados, condenados a sobrevivir, ellos y su filosofía, de forma subterránea a lo largo de la historia. Así, filósofos de la talla de Epicuro, Helvétius, el barón d'Holbach o Feuerbach, por citar sólo algunos, quedan por lo general olvidados en nuestros manuales de filosofía, así como en la mayoría de los programas curriculares académicos. A modo de ejemplo paradigmático de esto que decimos, nos preguntamos: ¿Por qué es más importante Platón y Aristóteles que Epicuro? ¿Por qué Kant o Hegel y no Marx? La historia es por todos conocida: Epicuro era el cerdo del jardín, un vicioso e impío ateo, y de Marx, ya se sabe, su pensamiento es reducido a diario a una caricatura esquemática o es dilapidado mediante argumentos contingentes de orden histórico, por no decir las versiones más irrisorias que, apelando a las vísceras y al miedo como en los mejores tiempos de la Iglesia católica, hacen de su persona un “demonio rojo” que tiene cola y esgrime tridente. Ahora bien, nos preguntamos ¿qué validez crítica tienen todo este género de afirmaciones? Contracorriente considero que el materialismo filosófico nos invita a reflexionar que -dicho en términos algo poéticos- nos acercamos más a lo sublime filosofando para vivir que no viviendo para filosofar. Ahora bien, realizar este giro radical en relación a nuestra concepción de la filosofía supone invertir esa jerarquía, incrustada en nuestra cultura, que considera la idea, el concepto, el pensamiento puro, como elementos de mayor valor frente a la corporeidad o frente a la sensibilidad, las emociones y la vida. Cuando la razón se afirma mediante la absolutización del principio de identidad parmenídeo los productos del pensamiento, los aparatos conceptuales, se hacen metafísica y, acto seguido, las ciencias se fosilizan, emergen los fundamentalismos religiosos u otros fanatismos, se olvida el carácter inaprensible de lo particular, de la vida, de la naturaleza. Desde el punto de vista axiológico no es banal que la vida en la cosmovisión aristotélica se halle en la sentina del universo, en el punto más alejado respecto de lo considerado ontológicamente superior, esto es, respecto de la divinidad situada más allá de la esfera de las estrella fijas. El materialismo filosófico, por el contrario, apunta a poner el valor en el más acá, en la vida y en el pensamiento en tanto que producto genuino de la vida misma. Bajo esta posición filosófica la actividad conceptual es vista como una maquinaria para el conocimiento del más acá, así como para una emancipación terrena que nos reconcilie, a un mismo tiempo, con nosotros mismos, con la naturaleza y con la vida.
Dicho lo dicho, no obstante, el filósofo tiene como obligación, se siente “ligado a”, “comprometido a”, tomar como objeto el concepto mismo, no le queda más remedio que pensar el concepto, su lógica. El pensamiento y su producto más genuino se vuelven sobre sí, se hacen reflexivos, entra en una dinámica circular. En esta línea, Aristóteles estima que la actividad intelectual, lo propio del alma racional, esto es, dar con los conceptos que captan la esencia misma de la cosas, manejarse con los conceptos y sus relaciones lógicas, es la labor que por excelencia nos “asemeja” a la divinidad. El pensamiento humano se vuelve sobre sí de igual manera a como el primer motor inmóvil, lo divino en el más allá, permanece ensimismado pensándose a sí mismo, enamorado de sí, sin relacionarse con lo que a juicio de Aristóteles es ontológicamente inferior, esto es, con la materia, con la corporeidad. Llegados a este punto, cabe plantearse aquí la típica inversión de valores epicúrea del aristotelismo consistente en considerar lo más valioso, lo más sagrado, no la actividad intelectual como tal sino la materia, esa corporeidad que es, en última instancia, el elemento constitutivo de toda vida, incluso la “condición de posibilidad” del pensamiento y de la filosofía misma. Presentadas así las cosas, el concepto de «cóncavo» no es ontológicamente superior al modo aristotélico sino que, por el contrario, es lo derivado. Sólo a condición de que hay eso que llamamos «chato» hay eso otro que llamamos «cóncavo». Es sorprendente ver como esta consideración epicúrea adelanta más de veinte siglos antes la inversión de Hegel realizada por Feuerbach: lo infinito, esto es, Dios, el concepto, no pone lo finito, la naturaleza, la materia, sino que, por el contrario, lo finito pone lo infinito. Así pues, el Dios de la filosofía especulativa, o cualquier otro concepto, sólo son pensables en la medida que hay una realidad material, una naturaleza que un día, extraordinariamente, se volvió sobre sí y pudo pensarse a sí misma. Asimismo, la primacía del concepto en el proceso de conocimiento defendida por Hegel da pie a otra crítica que realizará Feuerbach: La apropiación de lo real no puede arrancar del elemento abstracto, sino que, por el contrario, debe partir de lo finito, de lo concreto, de la naturaleza, esto es, de la sensualidad. Lo real hay que entenderlo sensiblemente, no conceptualmente, sólo así el pensamiento encuentra dentro de sí un elemento mediado por lo ajeno a sí mismo que le permite desarrollarse sin riesgo de incurrir en tautologías vacías. Es más, centrar el método de conocimiento en el elemento abstracto, esto es, en el concepto, se aleja ineludible de lo concreto y, en consecuencia, de lo real. Feuerbach argumenta que abstraer es generalizar, olvidar lo particular, lo concreto. Dicho con un ejemplo sencillo, hacer abstracción de los árboles y pensar “el árbol” es olvidar lo que de particular tiene cada árbol, omitir diferencias. Por tanto, en Feuerbach queda establecida la primacía de la sensibilidad. Ahora bien, cabe no confundir el sensismo feuerbachiano con un sensismo craso, simplón. Feuerbach concibe su sensismo atravesado siempre por el pensamiento, es más, el pensamiento alarga y prolonga la sensibilidad misma. Así pues, como Epicuro contra Aristóteles, volvemos a tener que Feuerbach contra Hegel sitúa como elemento primario en el proceso de conocimiento a la sensibilidad, aunque ello, por supuesto, no supone obviar el pensamiento mismo. Feuerbach es a Hegel lo que Epicuro a Aristóteles.
Sea como fuere, no entramos en el “por qué”, los filósofos que no pusieron en la cúspide de la jerarquía ontológica al concepto, a la actividad inteligible pura del pensamiento, al modo aristotélico, sino que, por el contrario, partieron de lo finito, quedaron arrinconados, apestados, condenados a sobrevivir, ellos y su filosofía, de forma subterránea a lo largo de la historia. Así, filósofos de la talla de Epicuro, Helvétius, el barón d'Holbach o Feuerbach, por citar sólo algunos, quedan por lo general olvidados en nuestros manuales de filosofía, así como en la mayoría de los programas curriculares académicos. A modo de ejemplo paradigmático de esto que decimos, nos preguntamos: ¿Por qué es más importante Platón y Aristóteles que Epicuro? ¿Por qué Kant o Hegel y no Marx? La historia es por todos conocida: Epicuro era el cerdo del jardín, un vicioso e impío ateo, y de Marx, ya se sabe, su pensamiento es reducido a diario a una caricatura esquemática o es dilapidado mediante argumentos contingentes de orden histórico, por no decir las versiones más irrisorias que, apelando a las vísceras y al miedo como en los mejores tiempos de la Iglesia católica, hacen de su persona un “demonio rojo” que tiene cola y esgrime tridente. Ahora bien, nos preguntamos ¿qué validez crítica tienen todo este género de afirmaciones? Contracorriente considero que el materialismo filosófico nos invita a reflexionar que -dicho en términos algo poéticos- nos acercamos más a lo sublime filosofando para vivir que no viviendo para filosofar. Ahora bien, realizar este giro radical en relación a nuestra concepción de la filosofía supone invertir esa jerarquía, incrustada en nuestra cultura, que considera la idea, el concepto, el pensamiento puro, como elementos de mayor valor frente a la corporeidad o frente a la sensibilidad, las emociones y la vida. Cuando la razón se afirma mediante la absolutización del principio de identidad parmenídeo los productos del pensamiento, los aparatos conceptuales, se hacen metafísica y, acto seguido, las ciencias se fosilizan, emergen los fundamentalismos religiosos u otros fanatismos, se olvida el carácter inaprensible de lo particular, de la vida, de la naturaleza. Desde el punto de vista axiológico no es banal que la vida en la cosmovisión aristotélica se halle en la sentina del universo, en el punto más alejado respecto de lo considerado ontológicamente superior, esto es, respecto de la divinidad situada más allá de la esfera de las estrella fijas. El materialismo filosófico, por el contrario, apunta a poner el valor en el más acá, en la vida y en el pensamiento en tanto que producto genuino de la vida misma. Bajo esta posición filosófica la actividad conceptual es vista como una maquinaria para el conocimiento del más acá, así como para una emancipación terrena que nos reconcilie, a un mismo tiempo, con nosotros mismos, con la naturaleza y con la vida.
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