De como cambia nuestra experiencia de la memoria con nuestro tiempo...
El proceso actual de revolucionarización total y permanente de la materialidad capitalista, correlato directo de la contradicción entre relaciones y fuerzas de producción, afecta a la configuración de nuestras vidas, las cuáles se desarrollan hoy a través de identidades, valores, relaciones personales, etc. temporales, efímeras y de coyuntura, y a las cuáles también corresponde a su vez una determinada experiencia de la memoria, una forma peculiar de concebir el pasado, el presente y el futuro.
John Berger escribió que «el papel histórico del capitalismo es destruir la historia, cortar todo vínculo con el pasado y orientar todos los esfuerzos y toda la imaginación hacia lo que está a punto de ocurrir». Si algunas cualidades tienen las tecnologías contemporáneas de los medios de comunicación actuales son, por un lado, la de borrar las huellas del tiempo y el olvido en nuestros recuerdos y, por otro, hacer posible la repetición indefinida de éstos. Los DVD's en relación al vídeo, la digitalización de las imágenes en la fotografía, etc. son algunos ejemplos de estas tecnologías al uso. Esta capacidad tecnológica para erradicar el aura del tiempo nos convierte en individuos que tienen serias dificultades para discernir los recuerdos de las percepciones. Está cambiando así no ya nuestra manera de relacionarnos con lo pretérito sino, lo que es mucho más radical, nuestra manera de concebir el pasado como tal. Salvada la brecha entre recuerdo y percepción, el pasado pasa a incorporarse al presente. En consecuencia, para entendernos, es como si estuviéramos asistiendo a la desaparición del pasado pasado en favor de un pasado dentro del presente, de un pasado que alarga el presente. El ejercicio de memoria que quiere traer al ahora lo que se sabe pasó de una vez para siempre, ese ejercicio que viene siempre acompañado de un sentimiento melancólico de pérdida irreparable, se está perdiendo en favor de una memoria que recurre repetidamente al soporte tecnológico donde todo quedó registrado. Asimismo, esta misma posibilidad de repetir una y otra vez lo ya ocurrido nos acomoda hasta tal punto que nos hace inútiles para vivir las experiencias justo en el momento en que acontecen. Se nos ocurre, a este respecto, con vistas a ilustrar, el ejemplo del turista que obsesionado por registrar con su cámara digital la Capilla Sixtina al llegar a casa se percata de que perdió la oportunidad de tener la experiencia de asombrarse directamente, sin mediación alguna, frente a la obra de Miguel Ángel.
Ahora bien, si una tecnología evoca mejor que ninguna la memoria infalible esa es la de Internet. En la red de redes podemos encontrar una cantidad de información que ningún individuo común sería capaz de filtrar. La posibilidad de tener acceso a una abrumadora masa de información electrónica no implica, de suyo, la capacidad de pensar y de tener criterio a la hora de navegar por la World Wide Web, o a la hora de procesar su información. Una memoria infalible, un soporte tecnológico que es capaz de almacenar miles y miles de páginas entorno a cualquier temática, lejos de situarnos automáticamente en la tan cacareada sociedad de la información, puede por el contrario constituirse en un soporte para la manipulación de conciencias o, inclusive en una fuente de impotencia para el pensamiento. No es casual que si antes la manera de asegurar el poder, las políticas sospechosas que atendían intereses particulares, el éxito de golpes de Estado y guerras imperialistas, etc. se sustentaba en la indigencia informativa hoy opte por el empacho informativo de forma que se insensibilice y se torne imposible la realización síntesis, juicios valorativos, en una palabra, pensar.
domingo, diciembre 21, 2008
sábado, diciembre 06, 2008
El tiempo...
«La gente vulgar sólo piensa en pasar el tiempo; el que tiene talento… en aprovecharlo.» Arthur Schopenhauer.
El tiempo ha sido, es y será una preocupación de los humanos. Quizá el origen de esta preocupación tenga que ver con nuestra radical finitud. Todos sabemos que un día llegamos al mundo, que viviremos en él cierto tiempo y que, finalmente, lo abandonaremos. Cuenta así nuestra existencia con un tiempo finito. La finitud en general, también la finitud temporal, quizá sea nuestra más íntima condición existencial.
Pero éste no es el único límite que nos impone el tiempo. Por un lado, el tiempo pasa, transcurre, fluye, impone una sucesión insoslayable. Primero fue esto, después esto otro, después aquello otro y así ad infinitum. El tiempo pasa y nosotros pasamos con él. Envejecemos, morimos. Por otro lado, el tiempo que pasa pasa. Lo acontecido, lo ocurrido, pasó y, es más, pasó de una vez para siempre, es irrepetible. Lo pasado pasado está. Es, por tanto, irreparable, inmodificable. No podemos dar un paso atrás en el tiempo y modificar esto o aquello de lo ya acaecido. Podría apuntarse aquí: «en ocasiones nuestra mirada sobre el pasado cambia retroactivamente en función de nuestra experiencia presente». En efecto, no tenemos nada que objetar a esta consideración, tampoco creemos que mengüe en nada lo que hemos escrito hasta ahora. Apunte éste terrible, sin duda, que muestra la radical contingencia de nuestra mirada. No obstante, lo que cambia no es lo pasado como tal sino nuestra mirada presente sobre lo ya pasado. El pasado, podríamos decir, está cerrado.
Pero, en cierto sentido, también podemos afirmar que el tiempo es apertura. El tiempo es la brecha por la que se adentra el porvenir, por la que adviene, haciéndose presente y pasado, lo que no es aún, lo que será. Puede pensarse que el tiempo no sólo está hecho de pasado, sino que también es futuro. Lo actual, lo presente, no es más que lo actualizado, la fluencia realizada de lo potencial. Hemos dicho que el tiempo impone su insoslayable sucesión pero cabe cuestionarse, aquí y ahora, la direccionalidad misma del tiempo: ¿El tiempo fluye del pasado hacia el futuro o, por el contrario, fluye del futuro al presente y al pasado? ¿El tiempo avanza desde un ayer siempre pretérito o, por el contrario, viene de un mañana sin fin? Ambas hipótesis parecen verosímiles. Pero aquí, aviso a navegantes, no terminan las alternativas, menos aún las dificultades. Hay también quiénes niegan el futuro como mera ilusión de nuestra esperanza y afirman lo actual como un presente agónico desintegrándose en el pasado. No habría aquí más apertura que ese momento actual, que ese «ahora» moribundo y efímero que apenas puede afirmarse sin ser ya pasado. Otros, como los filósofos de las escuelas de la India, precisamente en virtud de este carácter efímero y frugal del presente, llegarán a la conclusión de que no hay presente. Afirman éstos: «Una manzana está en el árbol por caer o en el suelo caída pero nadie la vio nunca caer».
Pasado, presente y futuro son determinaciones del tiempo, las del «fue», el «es» y el «será», que abren cierto juego. Pero aquí, como decíamos, no terminan los problemas. Zenón de Elea, continuador de Parménides, sentenciará el tiempo y su sucesión como meras ilusiones, como apariencia. La sucesión temporal es insostenible: «Es imposible que transcurran diez minutos porque antes tendrían que transcurrir cinco, y antes de cinco, dos minutos y medio, y antes de dos minutos y medio, un minuto y un cuarto, y así indefinidamente». No hay sucesión temporal para los eleatas, como tampoco la había para Parménides, luego, no hay «fue» ni «será» sino sólo cierto «es» que nada tendrá que ver con un «ahora» temporal, esto es, con un ahora presente.
La cuestión del tiempo, su relación con el ser, quizá sea la más importante de la metafísica.
El tiempo ha sido, es y será una preocupación de los humanos. Quizá el origen de esta preocupación tenga que ver con nuestra radical finitud. Todos sabemos que un día llegamos al mundo, que viviremos en él cierto tiempo y que, finalmente, lo abandonaremos. Cuenta así nuestra existencia con un tiempo finito. La finitud en general, también la finitud temporal, quizá sea nuestra más íntima condición existencial.
Pero éste no es el único límite que nos impone el tiempo. Por un lado, el tiempo pasa, transcurre, fluye, impone una sucesión insoslayable. Primero fue esto, después esto otro, después aquello otro y así ad infinitum. El tiempo pasa y nosotros pasamos con él. Envejecemos, morimos. Por otro lado, el tiempo que pasa pasa. Lo acontecido, lo ocurrido, pasó y, es más, pasó de una vez para siempre, es irrepetible. Lo pasado pasado está. Es, por tanto, irreparable, inmodificable. No podemos dar un paso atrás en el tiempo y modificar esto o aquello de lo ya acaecido. Podría apuntarse aquí: «en ocasiones nuestra mirada sobre el pasado cambia retroactivamente en función de nuestra experiencia presente». En efecto, no tenemos nada que objetar a esta consideración, tampoco creemos que mengüe en nada lo que hemos escrito hasta ahora. Apunte éste terrible, sin duda, que muestra la radical contingencia de nuestra mirada. No obstante, lo que cambia no es lo pasado como tal sino nuestra mirada presente sobre lo ya pasado. El pasado, podríamos decir, está cerrado.
Pero, en cierto sentido, también podemos afirmar que el tiempo es apertura. El tiempo es la brecha por la que se adentra el porvenir, por la que adviene, haciéndose presente y pasado, lo que no es aún, lo que será. Puede pensarse que el tiempo no sólo está hecho de pasado, sino que también es futuro. Lo actual, lo presente, no es más que lo actualizado, la fluencia realizada de lo potencial. Hemos dicho que el tiempo impone su insoslayable sucesión pero cabe cuestionarse, aquí y ahora, la direccionalidad misma del tiempo: ¿El tiempo fluye del pasado hacia el futuro o, por el contrario, fluye del futuro al presente y al pasado? ¿El tiempo avanza desde un ayer siempre pretérito o, por el contrario, viene de un mañana sin fin? Ambas hipótesis parecen verosímiles. Pero aquí, aviso a navegantes, no terminan las alternativas, menos aún las dificultades. Hay también quiénes niegan el futuro como mera ilusión de nuestra esperanza y afirman lo actual como un presente agónico desintegrándose en el pasado. No habría aquí más apertura que ese momento actual, que ese «ahora» moribundo y efímero que apenas puede afirmarse sin ser ya pasado. Otros, como los filósofos de las escuelas de la India, precisamente en virtud de este carácter efímero y frugal del presente, llegarán a la conclusión de que no hay presente. Afirman éstos: «Una manzana está en el árbol por caer o en el suelo caída pero nadie la vio nunca caer».
Pasado, presente y futuro son determinaciones del tiempo, las del «fue», el «es» y el «será», que abren cierto juego. Pero aquí, como decíamos, no terminan los problemas. Zenón de Elea, continuador de Parménides, sentenciará el tiempo y su sucesión como meras ilusiones, como apariencia. La sucesión temporal es insostenible: «Es imposible que transcurran diez minutos porque antes tendrían que transcurrir cinco, y antes de cinco, dos minutos y medio, y antes de dos minutos y medio, un minuto y un cuarto, y así indefinidamente». No hay sucesión temporal para los eleatas, como tampoco la había para Parménides, luego, no hay «fue» ni «será» sino sólo cierto «es» que nada tendrá que ver con un «ahora» temporal, esto es, con un ahora presente.
La cuestión del tiempo, su relación con el ser, quizá sea la más importante de la metafísica.
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