Hay evidencias cegadoras, evidencias no evidentes en virtud de su propia evidencia. La palabra está siempre acompañada de este paradójico fenómeno. Partamos del esfuerzo de imaginar un sencillo paisaje: un cielo azul, despejado, soleado, pájaros múltiples que lo sobrevuelan, un valle enclavado entre dos grandes montañas, llenas de árboles, osos, cabras salvajes, rocas negras que sobresalen entre esos árboles, un río con peces y demás fauna, junto a éste, en la salida del valle, un extenso llano. En medio de todos estos objetos naturales hay también un pequeño poblado. Todos esos objetos naturales, objetos que estaban ahí mucho antes que hubiere lenguaje, entraron en el desfiladero de palabras a partir del momento en que los primeros habitantes del poblado empezaron a otorgarles significaciones. Aquél cielo soleado, el agua del río y los campos del llano pasaron a ser significados como medios agrarios, las cabras y los peces como alimento, la piel de los osos como potenciales prendas de vestir, los pájaros como divinidades invocadas con la finalidad de hacer propicias las cosechas y la caza, las rocas y los árboles como material con que fabricar los aperos de trabajo y las armas de defensa. Con el paso de los años, de los siglos, el río fue considerado lugar de disfrute infantil, se dispuso también, aprovechando su corriente acuífera, una noria para moler trigo, las rocas se perforaron para convertirse en minas de carbón con que producir calor, los bosques fueron atravesados por fronteras y carreteras hasta parecer puzzles caleidoscópicos. Todo el paisaje natural, ecológico, virgen, pasó a ser significado y parcelado en lugares por efecto de la palabra. En su desfiladero la naturaleza entra en la historia, es siempre ya lo naturalizado, esto es, naturaleza significada, parcelada, escrita. La Tierra es elevada, sublimada, al plano de la cultura y con ello deviene geo-grafía.
Pero si lo natural es lo naturalizado entonces la palabra nos separó para siempre de aquella naturaleza yerma, originaria. El anhelo romántico de una vuelta a ella forma parte del mito. Lo común, no obstante, no es ya dicho anhelo nostálgico de reconciliación sino, por el contrario, la agresión narcisista de identificar lo naturalizado con lo mítico natural. La naturaleza inaccesible en la palabra es violentada de continuo por modos de significación bajo los cuáles sus restos fósiles no son otra cosa que energía para nuestros coches, sus aguas medios con que saciar la sed de los transeúntes de las megápolis, sus bosques recursos con que obtener el papel de nuestros periódicos, libros y revistas de prensa rosa. La ceguera humana consiste, por un lado, en su incapacidad para ver por fuera de las gafas de la palabra, cosa, dicho sea de paso, para lo que no hay remedio, y por otro, en creer que lo que se ve a través de esas gafas, a través de los diferentes modos de significación, es todo lo que hay más allá de ellas. El simple establecimiento de la brecha entre la naturaleza y lo naturalizado escriturado ya sería síntoma de una esperanza en otra relación más respetuosa entre ambas. Pero los seres humanos permanecemos ciegos respecto a los efectos de la palabra, respecto de su poder invisible de establecer lo visible, regímenes de la mirada. Por lo general no se sabe que se llevan las lentes de la palabra. Cualquiera ha experimentado que ponerse unas gafas supone establecer una mirada pero también que bastan a penas unos minutos para olvidar que se llevan sobre nuestras narices, también para que el ojo no las vea. El ojo no ve la mirada, la mirada no se mira, se mira lo establecido por la mirada.
¿No ocurre algo estrictamente similar en el plano social? Todo ser humano cae al desfiladero de palabras que es nuestro mundo en la palabra, por efecto del bautismo en una palabra que le será propia a lo largo de su vida y que, sin embargo, ya se encontraba ahí, en el mundo, esperándole, antes que él llegara. Mediante el nombre propio los seres humanos obtienen un lugar en el mundo de la palabra, quedan enganchados al nudo complejo hecho de la multiplicidad de modos de significación que, como acontecía con la naturaleza, parcelan y escriben, ahora, todo el espacio de lo social. Modo de significación familia con sus funciones, lugares, nominados por las palabras madre, hijo y padre o modo capital con los lugares capitalista y proletario. Pluralidad compleja de modos con sus lugares funcionales signados por las palabras hijo, proletario, juez, ciudadano, maestro, alumno, etc. Toda esta pluralidad de modos es igualmente naturalizada, olvidamos de continuo que es eso, modos de significación no naturales, palabra, historia, naturalizada. Doble olvido: la naturaleza por efecto de la palabra es historizada pero también la historia es naturalizada. Lo hemos dicho bien, hay palabras antes que los seres humanos vayan cayendo al mundo... La palabra es el destino de todo ser humano. No sólo, pongamos por caso, si uno u otro humano será un rostro signado por la palabra proletario, ¿quién duda que los más llegan al mundo con el destino prefijado de no tener más propiedad que su prole?, quizá sea ésta una evidencia cegadora, una evidencia excesiva, tan excesiva que se hace no evidente en virtud de su propia evidencia, sino también con el destino de una escritura, de un parcelamiento que hará de su rostro un cuerpo. Cuerpos singulares, sí, con su propia configuración sensorial, con particulares modos escópico, auditivo, táctil, etc. correspondientes a la era de la reproductibilidad de la letra. Si la Tierra se hace geo-grafía, permítasenos inventar una palabra, el rostro se hace rostro-grafía, cuerpo, una vez más, naturaleza naturalizada. Cuerpos femeninos, también los masculinos, literalmente producidos en el agenciamiento múltiple de las palabras que ponen en marcha las agencias culturales y estéticas de consumo: narices afiladas, senos firmes y voluminosos, pieles estiradas, cejas arqueadas y finas, complots maniáticos contra el bello, bíceps y rectos abdominales escultóricos, dismorfofobias, bulímicos, anoréxicas, etc. Siempre se escribió el rostro... lóbulos agujereados, corsés apretados, tatuajes de presidio, ablaciones rituales, patillas hirsutas a lo Lincoln, bigotes caídos revolucionarios, punteados hacia el cosmos estilo surreal,... pero nunca como hoy hasta ausentarse en su escritura.
No es poco el poder de la palabra. Poder invisible como tal, poder que sólo se manifiesta en sus efectos, algunos de los cuáles, los menos, vamos dejando señalados. Poder, además, no poco astuto, astuto hasta el punto de que las palabras hacen cosas. Los entendidos lo llaman efecto performativo. Tome como representante una palabra y acabará por convertirse, en el acto mismo de asumirla como su representante, en lo representado por ella. No es casual que los que juegan a ser enamorados acaben por enamorarse o, como decía Marx, Groucho, no el otro: «Él puede parecer un idiota y actuar como un idiota, pero no se deje usted engañar, es realmente un idiota». La palabra tiene sus mecanismos para atrapar al rostro y por efecto de ellos lo impostado atrapa al impostor. Pero también hay palabras y palabras, unas con más poder que otras. Dejemos la rostro-grafía para volver a la geo-grafía. Ya dejamos sentado que toda geo-grafía es resultado de un particular modo de significación, de un particular palabreo. Sin embargo, preguntémonos: ¿qué fija, aunque sea de modo provisorio, una u otra geo-grafía? Piénsese una cuestión elemental: la longitud. El tema no es banal, tampoco está exento de efectos, establecer el meridiano cero es tanto como instituir a partir de qué comenzar a contar, sincronizar nuestros relojes, dictaminar cómo se configurarán las bitácoras y con ellas las rutas marítimas y aéreas por lo largo y ancho del planeta. ¡Está en juego el centro mismo del mundo! Ahí están los mapas para atestiguarlo. Es generalmente sabido que hubo toda una batalla histórica entorno al meridiano cero y que el final se decidió en un carpetazo político en Washington, alrededor de 1884, con el nombre Greenwich. Podría haber sido Cabo Verde, Roma o cualquier otro punto. Lo decimos bien, punto, porque aquí esos nombres, reducidos a su literalidad, vaciados de todo lo que tenga ver con los significados o sentidos poéticos que evoquen las ciudades referidas por ellos, no designan otra cosa que puntos, o meridianos, que para el caso es lo mismo. No había motivo natural alguno, tampoco significado, que pudiera haber servido como anclaje a lo natural para justificar la decisión por Greenwich y no por Roma, París o cualquier otro nombre. Greenwich, por tanto, fijó todo un modo de significación, toda una geo-grafía. La batalla política por cuál debía ser nuestra geo-grafía se decidió en la batalla por qué palabra sin significado la fijaría. No es poco el poder de una palabra. Los escoceses no se equivocaban demasiado cuando pedían la vuelta a Escocia de la Piedra de Scone. En esa piedra, en ese pedazo de materia, como materia es toda palabra vaciada de significado, reducida a su registro literal, como Greenwich, se jugaba la fijación misma de un particular modo de significación, esto es, de todo un sistema de poder.