Comencemos por el amor, por una sucinta reflexión entorno al amor. Y vamos a dar inicio sin mucho rodeo, estableciendo, de entrada, que nos parece cuanto menos sorprendente la poca atención que el amor ha recibido por parte de la filosofía, por parte de las historias de la filosofía que dominan en la Academia. Es más, esta sorpresa nos aparece rápidamente como algo más que mera sorpresa, quizá como sospecha, en cuanto nos percatamos de que el amor está ahí, formando parte del propio término «filosofía» cuya etimología nos remite a un amor a la sabiduría. En este sentido, siendo la filosofía amor a la sabiduría no es gratuito preguntarse si el esclarecimiento de su estatuto depende directamente de lo que entendamos por amor. Pero el amor, como la astuta Metis que se zampó Zeus, tiene la cualidad de metamorfosearse en diferentes figuras, de hecho el propio amor que aparece en el término «filosofía» nos remite al philein, al amor amistoso, esto es, a una manifestación particular del amor que, junto a eros, conformaban la constelación básica de figuras del amor propias del universo griego. A este respecto, quede esto como hipótesis provisoria, quizá la propia historia de la filosofía pueda algún día escribirse como un tránsito por diferentes figuras del amor. Pero, por de pronto, dejemos esta sugerencia y quedémonos en Grecia.
No es casual que hace un instante hayamos aludido a Eros, esta divinidad no sólo fue la más representativa figura del amor en Grecia sino que, además, su proyección histórica alcanza nuestros días. No obstante, aunque escapa a nuestra pretensión delinear la historia de eros a lo largo de nuestra cultura, sí nos interesa ahora, aunque sea sólo sucintamente, poner de manifiesto ciertas peculiaridades de esta divinidad. Estas peculiaridades estarán estrechamente ligadas, ya en el universo griego, con las instituciones y con la ley y el orden de la ciudad, que es tanto como decir con la ética y con la política.
No es casual que hace un instante hayamos aludido a Eros, esta divinidad no sólo fue la más representativa figura del amor en Grecia sino que, además, su proyección histórica alcanza nuestros días. No obstante, aunque escapa a nuestra pretensión delinear la historia de eros a lo largo de nuestra cultura, sí nos interesa ahora, aunque sea sólo sucintamente, poner de manifiesto ciertas peculiaridades de esta divinidad. Estas peculiaridades estarán estrechamente ligadas, ya en el universo griego, con las instituciones y con la ley y el orden de la ciudad, que es tanto como decir con la ética y con la política.
A los griegos no se les escapaba el carácter subversivo de Eros, tanto es así que ya se la representaban en su imaginario como fruto de un adulterio en el Olimpo protagonizado por Afrodita, diosa del amor, y Ares, dios de la guerra. Una Afrodita que, no debe escapársenos tampoco, nació, para más escarnio, como resultado de la castración que Cronos provocó a su padre Urano mientras copulaba con su madre Gea. El origen de Eros está marcado, por tanto, por el adulterio y el parricidio, esto es, por dos formas declaradas de romper con la institución familiar. Pero la cosa no termina aquí, Eros lanzaba sus flechas por doquier provocando enamoramientos y muertes sin fin. Sus tropelías, incluso, afectaban con cierta frecuencia al mismísimo Zeus, el cuál, como es generalmente sabido, no tardaba en enamorarse a primera vista de las mujeres más bellas y no cesaba hasta conseguir copular con todas aquellas a las que echaba el ojo. Esto, desde luego, no agradaba demasiado a Hera lo que provocaba sus ingeniosas venganzas que acarreaban desórdenes varios. Hasta Pasifae, una mujer casada con Minos, hijo que también concibió Zeus fuera del matrimonio con Europa haciéndose pasar por un toro blanco, sucumbió a Eros enamorándose a su vez de otro hermoso toro y llegando, incluso, a disfrazarse de vaca para así conseguir ser penetrada por la bestia. Pasifae, adúltera y zoofílica.
La propia ciudad, su ley y orden, expresión genuina de la comunidad ética, también fue víctima de las tropelías de Eros. Recordemos, sin ir más lejos, la guerra de Troya, provocada por la manzana de la discordia que había de corresponder a la diosa más bella. El pobre de Paris, sin comerlo ni beberlo, fue establecido en juez y tuvo que decidir entre Hera, la diosa del gobierno, Atenea, la diosa de la guerra, y Afrodita, la diosa del amor. Paris optó, ¡como no!, por Afrodita pues ésta le prometió a la mujer más bella, a la incomparable Helena. Vemos, por tanto, que Eros está también presente aquí, provocando una decisión fatal de Paris que, a la postre, desencadenó la guerra de Troya y, en consecuencia, el desequilibrio de las ciudades griegas.
La sabiduría griega si algo nos revela a través de su mitología es, sin duda, que Eros no atiende a reglas, que no respeta las instituciones familiares y de parentesco, que su nombre está unido al desorden de la ciudad y a la guerra.
1 comentario:
Muy revelador en estos días de frialdad emocional.
Debido a la temeridad de Eros, quizá por eso la mitología clásica lo casa con Psique, que representa el Alma, la vida humana. Podría ser una manera de suavizar la violencia de esos impulsos que rompen con todo; o quizá, al contrario, un modo de decirnos: esa tendencia a romper lo establecido y abandonarnos al deseo carnal es ineludible de nuestra propia mentalidad.
Aunque claro, siendo hijo de la amor y de la guerra, Eros siempre se dedica a desgastar, a limar, a EROSionar.
PD: Muy guapa la nueva apariencia.
Publicar un comentario