Pero el amor traspasó el ámbito mitológico griego para llegar también a la filosofía. Nuestro patrón, el patrón de los filósofos, a saber, Sócrates, murió por amor, por amor a la sabiduría sí, pero por amor. Así nos lo explica Platón en su Apología de Sócrates, también en el Fedón. El amor de Sócrates, su irrupción en la ciudad de Atenas, resultó no poco incómodo a la amplia mayoría de sus conciudadanos, de aquí que el filósofo fuera considerado un tábano y que acabaran por condenarlo a beber la cicuta. La ciudad de Atenas cometió en la persona de Sócrates un crimen contra la filosofía. La muerte de Sócrates debió ser realmente traumática para la Atenas de entonces.
Ahora bien, si hay dos textos que no podemos dejar de aludir aquí, aunque sólo sea de pasada, éstos son La República y El Banquete. En el libro II de La República Platón nos presenta la ciudad sana de Sócrates, la ciudad enferma de Glaucón y la ciudad justa que resulta del diálogo entre ambos. Si, por un lado, la ciudad sana es el correlato griego correspondiente a la fantasía de cosmos griego, a saber, una ciudad que responde a necesidades básicas, naturalizada, que se estructura de forma ordenada, de acuerdo a la ley, como un todo armónico que divide el espacio cotidiano en lugares con funciones asignadas; por otro, la ciudad enferma plantea el problema de la pleonexía, a saber, el problema de una pulsión cuyo apetito insaciable irrumpe en la ciudad llevándola a su expansión, al lujo en las comidas y amoríos, a romper sus propios límites, su orden estructural e, incluso, la empuja a la guerra con otras ciudades. De nuevo tenemos aquí, ahora en plena filosofía política de Platón, la aparición eros bajo la forma de la pleonexía. La ciudad justa de Sócrates y Glaucón será, justamente, el intento de poner límites y de conducir adecuadamente esa pulsión de eros.
Pero si un texto trata del amor de manera explícita ese es, sin duda, El Banquete. Aquí el amor adopta varias máscaras por boca de Fedro, Pausinias, Aristófanes, etc. que no nos van a poder ocupar aquí. Quizá el momento sublime de la obra, dicho esto metafóricamente pero también puede entenderse en su rigor si se desea, está en el discurso de Sócrates acerca de eros. Aquí eros es concebido como esa pulsión que inviste al amante hacia un recorrido de perfeccionamiento que culmina en la contemplación de la Belleza, el Bien y la Verdad. Si a algo no puede renunciar el filósofo es, justamente, a dicho recorrido, esto es, dicho en términos de Sigmund Freud, a la sublimación de su pulsión sexual, de ahí el philein, y ello aun a costa de que se inhiba una meta sexual tan exquisita como la del hermoso Alcibiades, o, incluso, ello signifique a la postre la fatalidad de la condena a muerte por parte de la ciudad. Quizá Platón, mucho antes que Freud o Adorno, sospechara que la sublimación de eros constituía una vía para evitar su represión y su retorno en forma de barbaries que destruyen la ciudad.
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