Este Principio con la Ilustración y el establecimiento definitivo del capitalismo atravesará toda nuestra realidad social en forma de maquinismo industrial, automatismos por doquier, periodizaciones temporales de todas nuestras experiencias vitales, dando con las relativamente recientes tecnologías del bit, esto es, del cero o el uno, del sí o el no donde el argumento brilla por su ausencia, etc. Sin lugar a dudas, todo este proceso de afirmación de la cantidad, de colonización por parte del cálculo de todas nuestras dimensiones vitales, esta expansión sin límite de la racionalidad que diría Weber, llevará, en última instancia, a la pérdida de otras dimensiones humanas, al vacío axiológico, a la falta de valores y contenidos con los que dotar de sentido a la existencia, a la desustancialización de nuestro existir, al universalismo frente a lo particular, a afirmar lo racional, el cálculo egoísta, el interés, frente a los sentimientos, la interioridad, a menospreciar lo enigmático, lo inexplicable, etc.
Desde finales del siglo XVIII, el romanticismo será la principal reacción contra todo este desencantamiento racionalista del mundo. Los románticos afirmarán la importancia de los sentimientos y las emociones frente a lo que ellos consideran el racionalismo escueto de los ilustrados, reivindicarán melancólicamente un pasado perdido repleto de valores, idolatrarán algunos de ellos la Edad Media, afirmarán el individuo frente a la pérdida de éste en los nuevos universales aparejados a los agentes sociales del capitalismo, se decantarán por una libertad con pretensiones de absoluto frente a la inserción del individuo en una maquinaria social asfixiante que coloniza incluso nuestro interior, etc. Surgirá así un romanticismo tradicional que anhela un vuelta al pasado pero también otro tipo de romanticismo que mirando atrás, a lo perdido por el proceso racionalizador capitalista, pensará el futuro, la utopía, el porvenir. Este último romanticismo es el que puede entenderse como una parte inherente a la obra de Marx y Engels.
Bajo el capitalismo todo este proceso desencantador tiene su expresión genuina en la afirmación del valor, del valor de cambio, frente al valor de uso. Es más, todo el despliegue de la substancia-sujeto del capital, toda la ilusión metafísica constitutiva de la realidad capitalista, se despliega conforme a la lógica hegeliana triádica de dicho valor. Al capitalista le es indiferente vender un peine a un calvo que a alguien que tenga pelo, para él lo importante es el valor que encierra la mercancía peine, cerrar el círculo sitémico hegeliano del capital, no su valor de uso concreto para una u otra persona. Nuevamente vemos la afirmación típicamente moderna de la cantidad en detrimento de las propiedades positivas de la mercancía, en contra de su valor de uso. Así pues en El Capital de Marx asoma de manera implícita cierta crítica romántica al capitalismo. Marx, por tanto, realiza una inversión nostálgica, apela al valor de uso, al universo simbólico, a la imagen, al apego sentimental hacia la cosa, hacia todo aquello que era preeminente en las sociedades precapitalistas frente al valor de cambio, frente a la estricta racionalidad cuantitativa, frente al automatismo enajenado, frente al cálculo vil y egoista del burgués. Ahora bien, esta crítica al Principio Moderno negador de todo mundo axiológico, de todo encantamiento, es una mirada melancólica al pasado (recordar si no por ejemplo el interés de Engels por las comunidades del llamado comunismo primitivo como ejemplos éticos de vida igualitaria y antiautoritaria), es un poner la vista en el pasado pero no de forma reaccionaria sino con vistas a pensar el futuro, es un intento de nuevo cierre circular hegeliano fuera del espacio mercantil, una propuesta de lucha por superar de la modernidad que no es simple vuelta al pasado sino mirada atrás, al mundo no enajenado, no escindido, para desplegar en el presente las potenciales contrariedades que apunten a una nueva reconciliación: el Reino de Dios sobre la tierra.