Sólo una pregunta para tí que estás mirando al cuadro de Velázquez: ¿Que pasaría si Velázquez cerrase los ojos?
viernes, febrero 29, 2008
jueves, febrero 21, 2008
La nihilización de la vida...
De cómo la vida nos la hacen nada, de cómo nos la vacían...
Como decía la vida hoy es la Vida cosificada del mercado capitalista. Esa Vida hurta mi vida, nos niega de continuo nuestras vidas. Ni vivir se nos deja si no es viviendo la Vida. Así, la vida encorsetada por la Vida deviene nihilizada. Ya Nietzsche preveía los derroteros nihilistas que amenazaban nuestro tiempo. El capitalismo, que se ha establecido en todos los rincones imaginados y por imaginar hasta el punto de confundirse con la realidad misma, que invade y somete con su propia lógica nuestra existencia, parece tener como correlato ideológico directo e inconfeso al nihilismo y su efecto de vaciado de nuestras vidas. La vida ocupada por el capitalismo tiene que habérselas con la relativización de todo valor, con la conversión en profano de todo lo que antes era sagrado. Pero el capitalismo también tiene su propio sancta sanctorum, tiene cotos reservados que permanecen ajenos a su propio proceso secularizador, allí alberga su propia ley económica y los espectros que ella dicta. El capital tiene su propio Dios, su propia espectralidad, cultura, como queramos llamarlo. No obstante, la vida, mi vida, nuestras vidas, ataviadas u ocupadas con los ropajes de este Dios no pasan de ser una nueva sustantivación de una vida mediada por una universalidad igualmente nihilizadora y despotenciadora. Es más, dentro de este proceso de nihilización general cabe cerciorarse también de la pérdida de fuerza, de vitalidad, sufrida por aquellas ofertas de vida e ideologías que, con sus respectivas concepciones del bien y del mal, son despojadas de su radical especificidad, aun siendo otrora subversivas y transgresoras, han sido finalmente absorbidas por la aspiradora nihilizadora del mercado capitalista. ¿No es el pluralismo, que hoy goza de tanto prestigio, una especie de remake del trasnochado liberalismo desgastado por la capacidad nihilizadora del capitalismo? Bajo éste las diferentes culturas e ideologías sólo son asumibles en su versión light, en la medida que renuncian a su sustancia y se despojan así de su radical otredad. Allí donde ninguna cultura, ideología, es tomada demasiado en serio, donde la creencia en los dioses es ya un ejercicio de cinismo, está presente la ideología del capitalismo global actual: el pluralismo.
Viene a mí la pregunta: ¿Qué hay de mi vida? Bajo este panorama, en medio del océano nihilista, resulta inquietante, por no decir aterrador, preguntarse por la vida propia, expresar qué alcanza a pensar y sentir uno mismo de sí mismo, de su propia vida. Resulta duro, muy duro, percatarse y asumir que nuestra vida se encuentra vaciada, que se haya disuelta en el ácido del océano nihilista. Aquí nos encontramos frente a la paradoja implícita en el saber que la vida propia nos está siendo hurtada por el capitalismo, que transcurre en una alienación existencial: por un lado, el miedo a saberse en la nada, el horror al vacío, puede contener el odio a la vida, llevarnos a adoptar la Vida que se nos impone como lugar de refugio desde el cuál evitar el drama nihilista, por otro lado, el saberse en la nada puede ser un acicate más que añadir a ese odio a la vida, a esa fuerza dispuesta a soslayar los límites nihilistas, puede llevarnos a hacernos cargo de nuestro propio existir, de nuestra vida, contra la Vida. Pero incluso asumida nuestra estancia en éste último paraje, en medio del odio a la vida, todavía me queda el interrogante por el camino que queda por andar, si lo hay o no, si debo o no arriesgarme a adentrarme en caminos sospechosos de llevar a la postre al mismo sitio del que se pretendía partir huyendo. Cualquier recorrido, cualquier propuesta política positiva, estará siempre bajo la sospecha de ser, de buen principio o al fin, absorbida por la realidad, por el capitalismo nihilizante. ¿Vale la pena correr el riesgo? En Artaud no habrá discurso, ni propuesta positiva alguna, sólo una apuesta por un inmanente querer vivir. Esto es quizá lo que haya que problematizar...
Como decía la vida hoy es la Vida cosificada del mercado capitalista. Esa Vida hurta mi vida, nos niega de continuo nuestras vidas. Ni vivir se nos deja si no es viviendo la Vida. Así, la vida encorsetada por la Vida deviene nihilizada. Ya Nietzsche preveía los derroteros nihilistas que amenazaban nuestro tiempo. El capitalismo, que se ha establecido en todos los rincones imaginados y por imaginar hasta el punto de confundirse con la realidad misma, que invade y somete con su propia lógica nuestra existencia, parece tener como correlato ideológico directo e inconfeso al nihilismo y su efecto de vaciado de nuestras vidas. La vida ocupada por el capitalismo tiene que habérselas con la relativización de todo valor, con la conversión en profano de todo lo que antes era sagrado. Pero el capitalismo también tiene su propio sancta sanctorum, tiene cotos reservados que permanecen ajenos a su propio proceso secularizador, allí alberga su propia ley económica y los espectros que ella dicta. El capital tiene su propio Dios, su propia espectralidad, cultura, como queramos llamarlo. No obstante, la vida, mi vida, nuestras vidas, ataviadas u ocupadas con los ropajes de este Dios no pasan de ser una nueva sustantivación de una vida mediada por una universalidad igualmente nihilizadora y despotenciadora. Es más, dentro de este proceso de nihilización general cabe cerciorarse también de la pérdida de fuerza, de vitalidad, sufrida por aquellas ofertas de vida e ideologías que, con sus respectivas concepciones del bien y del mal, son despojadas de su radical especificidad, aun siendo otrora subversivas y transgresoras, han sido finalmente absorbidas por la aspiradora nihilizadora del mercado capitalista. ¿No es el pluralismo, que hoy goza de tanto prestigio, una especie de remake del trasnochado liberalismo desgastado por la capacidad nihilizadora del capitalismo? Bajo éste las diferentes culturas e ideologías sólo son asumibles en su versión light, en la medida que renuncian a su sustancia y se despojan así de su radical otredad. Allí donde ninguna cultura, ideología, es tomada demasiado en serio, donde la creencia en los dioses es ya un ejercicio de cinismo, está presente la ideología del capitalismo global actual: el pluralismo.
Viene a mí la pregunta: ¿Qué hay de mi vida? Bajo este panorama, en medio del océano nihilista, resulta inquietante, por no decir aterrador, preguntarse por la vida propia, expresar qué alcanza a pensar y sentir uno mismo de sí mismo, de su propia vida. Resulta duro, muy duro, percatarse y asumir que nuestra vida se encuentra vaciada, que se haya disuelta en el ácido del océano nihilista. Aquí nos encontramos frente a la paradoja implícita en el saber que la vida propia nos está siendo hurtada por el capitalismo, que transcurre en una alienación existencial: por un lado, el miedo a saberse en la nada, el horror al vacío, puede contener el odio a la vida, llevarnos a adoptar la Vida que se nos impone como lugar de refugio desde el cuál evitar el drama nihilista, por otro lado, el saberse en la nada puede ser un acicate más que añadir a ese odio a la vida, a esa fuerza dispuesta a soslayar los límites nihilistas, puede llevarnos a hacernos cargo de nuestro propio existir, de nuestra vida, contra la Vida. Pero incluso asumida nuestra estancia en éste último paraje, en medio del odio a la vida, todavía me queda el interrogante por el camino que queda por andar, si lo hay o no, si debo o no arriesgarme a adentrarme en caminos sospechosos de llevar a la postre al mismo sitio del que se pretendía partir huyendo. Cualquier recorrido, cualquier propuesta política positiva, estará siempre bajo la sospecha de ser, de buen principio o al fin, absorbida por la realidad, por el capitalismo nihilizante. ¿Vale la pena correr el riesgo? En Artaud no habrá discurso, ni propuesta positiva alguna, sólo una apuesta por un inmanente querer vivir. Esto es quizá lo que haya que problematizar...
sábado, febrero 09, 2008
Una vida colonizada…
¿Hasta qué punto mi vida es mi vida? Esta es la cuestión que a mí me viene a la cabeza cuando me esfuerzo en decir qué siento, qué pienso de esta mi vida.
Cómo saber si lo que yo diga aquí no es expresión de otra Vida que se me impone cada día y a cada momento. Posiblemente sea expresión de una vida ocupada y sometida, que balbucea un discurso trillado dentro de los límites de lo establecido, quizá también, y a un mismo tiempo, sea lo que Artaud denominaba el grito mismo de una vida que odia la vida, que sufre y que por ello mismo intenta pensar lo impensado, que no puede soportar una cárcel que limita y filtra la existencia.
Hoy se nos alecciona incesantemente, por doquier, con qué vida merece la pena ser vivida. Si la vida, pensada metafóricamente, fue otrora un desierto, éste ya ha sido parcelado, en él se han trazado unas fronteras tan invisibles como las telas de araña, es territorio vedado mediante cercos y muros que están ahí muy próximos, modelando nuestra existencia, y muy lejanos, tanto que resultan imperceptibles. El cercado de campos que la burguesía decimonónica trajo consigo, los enclousures, era una anticipación de entre múltiples de lo que estaba por llegar en el ámbito de la vida. La vida lleva ya largo tiempo, más si cabe en nuestra contemporaneidad, siendo espacio de combate, es terreno que conquistar, que ocupar. En los lares de la vida se da otra batalla no manifiesta, que poco tiene que ver directamente con las guerras que detonan bombas, es otra guerra de ocupación que permanece invisible y que sólo alcanzamos a sentir mediante un sufrir inefable, un malestar que atraviesa nuestra corporeidad. El capitalismo ha colonizado, coloniza y sigue colonizando a diario la vida. El capitalismo se ha establecido hasta tal extremo en nuestro pensamiento, en nuestro cuerpo, que parece una simple quimera plantearse encontrarse a uno mismo, delimitar al margen del mercado qué hacer con la propia vida.
Se nos exige de continuo cómo hay que vivir. Un canto de sirenas nos seduce y adiestra con la idea de que nuestra vida sólo vale la pena en la medida que nos ciñamos a cierto humano tipo, en la medida que adoptamos determinados patrones de conducta, cánones de consumo, cierto standard de vida. Lo que hoy se denomina estilos-de-vida no son más que un abanico de vidas cosificadas por el capitalismo. La elección por una de esas diferentes opciones vitales puede identificarse con la elección entre una variada gama de mercancías dispuestas para ser vendidas en el mercado. La adscripción a cierto estilo-de-vida, la militancia en una u otra oferta “cultural” mercantilizada es tolerada siempre que se halle previamente mediada por la universalidad que la lógica del capital impone. El pluralismo está al orden del día: todas las culturas son igualmente válidas siempre que no sean tomadas demasiado en serio y asuman, eso sí, la universalidad que exige el capital. Así, la vida es encorsetada bajo uno u otro patrón de vida light ofertado en el mercado. La consecuencia: nuestra propia experiencia existencial no pasa de ser un producto adulterado de mercado más. Paradójicamente, por una lado, esas experiencias encorsetadas referentes a uno o múltiples corsés son casi infinitas, por otro lado, penetran hasta tal punto en nuestra cotidianidad que aun siendo tantas cuesta incluso enumerar unas cuantas: vive la sensación de conducir un buen coche último modelo, disfruta del viaje programado de turno al otro rincón del planeta, cómprate la ropa skater que sigue la moda del momento, hipotécate hasta el cuello en tu vivienda, ponte al día de la basura televisiva, de los reality-shows, del programa color salsa rosa, ¡del corazón lo llaman!, etc. Esta es la Vida que ya se ha instalado en nuestro superyo vía imperativos tales como: “cumple con tu trabajo por el que te pagan cuatro duros tras una larga jornada de esfuerzos denodados”, “obedece ciegamente”, “no rechistes”, “haz pocas preguntas”, “piensa lo menos posible”, “repite como una cacatúa lo que se dice a diario por los mass media”, “pasa los ratos muertos comentando una y otra vez las veleidades referentes al último producto tecnológico de éxito de mercado”, “aprovecha tu tiempo, estás obligado a divertirte”, etc.
La amenaza que pende como la espada de Democles tras tú posible negativa a ceñirte a uno u otro estilo-de-vida “cultural” ofertado, a desobedecer los mandatos imperativos, es quedarte desconectado de la realidad, la exclusión pura y dura. Hoy verse condenado al ostracismo no es quedarse fuera de la ciudad como en tiempos de Atenas sino quedar fuera de la realidad misma. Conéctate y sobrevivirás. Es más, el precio de la desconexión es perder el tren de la Vida, estar desperdiciando tu vida que sólo merece ser vivida según el canon impuesto por la Vida, asumir que tu vida no vale nada, que no es digna de ser vivida.
Cómo saber si lo que yo diga aquí no es expresión de otra Vida que se me impone cada día y a cada momento. Posiblemente sea expresión de una vida ocupada y sometida, que balbucea un discurso trillado dentro de los límites de lo establecido, quizá también, y a un mismo tiempo, sea lo que Artaud denominaba el grito mismo de una vida que odia la vida, que sufre y que por ello mismo intenta pensar lo impensado, que no puede soportar una cárcel que limita y filtra la existencia.
Hoy se nos alecciona incesantemente, por doquier, con qué vida merece la pena ser vivida. Si la vida, pensada metafóricamente, fue otrora un desierto, éste ya ha sido parcelado, en él se han trazado unas fronteras tan invisibles como las telas de araña, es territorio vedado mediante cercos y muros que están ahí muy próximos, modelando nuestra existencia, y muy lejanos, tanto que resultan imperceptibles. El cercado de campos que la burguesía decimonónica trajo consigo, los enclousures, era una anticipación de entre múltiples de lo que estaba por llegar en el ámbito de la vida. La vida lleva ya largo tiempo, más si cabe en nuestra contemporaneidad, siendo espacio de combate, es terreno que conquistar, que ocupar. En los lares de la vida se da otra batalla no manifiesta, que poco tiene que ver directamente con las guerras que detonan bombas, es otra guerra de ocupación que permanece invisible y que sólo alcanzamos a sentir mediante un sufrir inefable, un malestar que atraviesa nuestra corporeidad. El capitalismo ha colonizado, coloniza y sigue colonizando a diario la vida. El capitalismo se ha establecido hasta tal extremo en nuestro pensamiento, en nuestro cuerpo, que parece una simple quimera plantearse encontrarse a uno mismo, delimitar al margen del mercado qué hacer con la propia vida.
Se nos exige de continuo cómo hay que vivir. Un canto de sirenas nos seduce y adiestra con la idea de que nuestra vida sólo vale la pena en la medida que nos ciñamos a cierto humano tipo, en la medida que adoptamos determinados patrones de conducta, cánones de consumo, cierto standard de vida. Lo que hoy se denomina estilos-de-vida no son más que un abanico de vidas cosificadas por el capitalismo. La elección por una de esas diferentes opciones vitales puede identificarse con la elección entre una variada gama de mercancías dispuestas para ser vendidas en el mercado. La adscripción a cierto estilo-de-vida, la militancia en una u otra oferta “cultural” mercantilizada es tolerada siempre que se halle previamente mediada por la universalidad que la lógica del capital impone. El pluralismo está al orden del día: todas las culturas son igualmente válidas siempre que no sean tomadas demasiado en serio y asuman, eso sí, la universalidad que exige el capital. Así, la vida es encorsetada bajo uno u otro patrón de vida light ofertado en el mercado. La consecuencia: nuestra propia experiencia existencial no pasa de ser un producto adulterado de mercado más. Paradójicamente, por una lado, esas experiencias encorsetadas referentes a uno o múltiples corsés son casi infinitas, por otro lado, penetran hasta tal punto en nuestra cotidianidad que aun siendo tantas cuesta incluso enumerar unas cuantas: vive la sensación de conducir un buen coche último modelo, disfruta del viaje programado de turno al otro rincón del planeta, cómprate la ropa skater que sigue la moda del momento, hipotécate hasta el cuello en tu vivienda, ponte al día de la basura televisiva, de los reality-shows, del programa color salsa rosa, ¡del corazón lo llaman!, etc. Esta es la Vida que ya se ha instalado en nuestro superyo vía imperativos tales como: “cumple con tu trabajo por el que te pagan cuatro duros tras una larga jornada de esfuerzos denodados”, “obedece ciegamente”, “no rechistes”, “haz pocas preguntas”, “piensa lo menos posible”, “repite como una cacatúa lo que se dice a diario por los mass media”, “pasa los ratos muertos comentando una y otra vez las veleidades referentes al último producto tecnológico de éxito de mercado”, “aprovecha tu tiempo, estás obligado a divertirte”, etc.
La amenaza que pende como la espada de Democles tras tú posible negativa a ceñirte a uno u otro estilo-de-vida “cultural” ofertado, a desobedecer los mandatos imperativos, es quedarte desconectado de la realidad, la exclusión pura y dura. Hoy verse condenado al ostracismo no es quedarse fuera de la ciudad como en tiempos de Atenas sino quedar fuera de la realidad misma. Conéctate y sobrevivirás. Es más, el precio de la desconexión es perder el tren de la Vida, estar desperdiciando tu vida que sólo merece ser vivida según el canon impuesto por la Vida, asumir que tu vida no vale nada, que no es digna de ser vivida.
domingo, febrero 03, 2008
Una vida que se escurre...
..., que se pierde entre los poros del texto. Reflexiones desde la lectura de Antonin Artaud (1896-1948).
El mero objetivo de plasmar negro sobre blanco, en una hoja de papel, qué siento y qué pienso, si es que una cosa y la otra no son lo mismo, es ya un fraude, un artificio llamado a un fin funesto y lamentable. Ante tal fin, Artaud de una manera menos retórica y solemne nos preguntaría: ¿No es absurdo pretender que las palabras traten de aprehender lo que no se alcanza a pensar o sentir? La vida es eso que tenemos a cada instante, eso que en ocasiones nos pesa tanto, también eso que se pierde en el olvido a cada momento, la vida también se nos va. Una vida, la mía o la de cualquier otro, un estado existencial, no puede aprehenderse en un pasaje literario o en un ensayo filosófico, escapa entre los huecos inherentes a toda red tejida bajo los presupuestos de la gramática implícita en todo texto. Cualquier texto, por perspicaz e ingenioso que sea, y la vida, la mía o la de cualquiera, pertenecen a esferas inconmensurables. Es más, estando ese fracaso de lo que intento decir asegurado de entrada, cabe añadir que, además, cuando este texto llegue a las manos del lector, o cuando vuelva a ser leído por mi mismo otro día futuro, aparecerá con la pérdida de vigorosidad mimética que pudo tener mientras lo escribía. No puede dejar ahora de venirme a la cabeza esa vuelta que uno realiza a textos pretéritos propios. Son vueltas terribles donde uno mismo ya no se reconoce a sí mismo. Esa experiencia hace que uno se percate que algo se ha perdido irremediablemente, que todo el color, los sentimientos y emociones, las sensaciones e intuiciones plasmadas antaño en palabras resultan, pasado el tiempo, meras excentricidades que a uno mismo le resultan ajenas u oraciones que no aciertan a hacer sentir lo ya devenido. ¿No es esto indicativo de cómo se nos va la vida? Todo texto, una vez finalizado, finiquitado el ejercicio de su escritura, no puede ser obra alguna que recoja la vida, no puede pasar de ser un excremento de la vida. El destino trágico de decir la vida es inevitable, basta sólo percatarse de que nuestra propia vida nos es inasible, es asumir como fin decir lo indecible. La única obra capaz de asir la vida es la propia vida.
El mero objetivo de plasmar negro sobre blanco, en una hoja de papel, qué siento y qué pienso, si es que una cosa y la otra no son lo mismo, es ya un fraude, un artificio llamado a un fin funesto y lamentable. Ante tal fin, Artaud de una manera menos retórica y solemne nos preguntaría: ¿No es absurdo pretender que las palabras traten de aprehender lo que no se alcanza a pensar o sentir? La vida es eso que tenemos a cada instante, eso que en ocasiones nos pesa tanto, también eso que se pierde en el olvido a cada momento, la vida también se nos va. Una vida, la mía o la de cualquier otro, un estado existencial, no puede aprehenderse en un pasaje literario o en un ensayo filosófico, escapa entre los huecos inherentes a toda red tejida bajo los presupuestos de la gramática implícita en todo texto. Cualquier texto, por perspicaz e ingenioso que sea, y la vida, la mía o la de cualquiera, pertenecen a esferas inconmensurables. Es más, estando ese fracaso de lo que intento decir asegurado de entrada, cabe añadir que, además, cuando este texto llegue a las manos del lector, o cuando vuelva a ser leído por mi mismo otro día futuro, aparecerá con la pérdida de vigorosidad mimética que pudo tener mientras lo escribía. No puede dejar ahora de venirme a la cabeza esa vuelta que uno realiza a textos pretéritos propios. Son vueltas terribles donde uno mismo ya no se reconoce a sí mismo. Esa experiencia hace que uno se percate que algo se ha perdido irremediablemente, que todo el color, los sentimientos y emociones, las sensaciones e intuiciones plasmadas antaño en palabras resultan, pasado el tiempo, meras excentricidades que a uno mismo le resultan ajenas u oraciones que no aciertan a hacer sentir lo ya devenido. ¿No es esto indicativo de cómo se nos va la vida? Todo texto, una vez finalizado, finiquitado el ejercicio de su escritura, no puede ser obra alguna que recoja la vida, no puede pasar de ser un excremento de la vida. El destino trágico de decir la vida es inevitable, basta sólo percatarse de que nuestra propia vida nos es inasible, es asumir como fin decir lo indecible. La única obra capaz de asir la vida es la propia vida.
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