De la melancolía, su relación con la reflexión y el razonamiento conceptual...
El melancólico no suele tratar con los conceptos. Para él todo concepto es una mentira o, mejor dicho, arbitrariedad significativa que interpreta el mero significante siempre neutral, siempre nada. Ahora, si los conceptos son arbitrarios entonces ¿para qué ocuparse de ellos? El melancólico en la medida que se encierra en sí mismo no tiene más remedio que frecuentar el género autobiográfico, su pensamiento abunda en las experiencias personales. A este respecto, si concebimos la filosofía al modo hegeliano, esto es, la filosofía como nuestro tiempo sumido en el concepto o, expresado de otra forma, la filosofía como el intento siempre trágico (lo puesto en cursiva lo digo yo, no Hegel) de captar bajo el concepto lo objetivado por el espíritu, puede decirse, de una forma un tanto transgresora, que el melancólico es un antifilósofo. Luego el opuesto al melancólico, el filósofo, el que se abre al mundo, trata de conceptos, de la biografía de éstos, y si consigue mantenerse en un estado de alegría constante deviene incluso adicto a ellos. A esto último Spinoza lo llama perfección del espíritu, apertura hacia el orden de iure, hacia la lógica inmanente del ser, hacia aquello que legitima nuestra concepción de la cosa. Dicho de otra manera, el pensador que se sitúa en la antípoda del melancólico es aquel que produce, que construye, una lluvia de conceptos, de significados, con vistas a rodear y aprehender un significante que nunca es simple neutralidad sino, por el contrario, cosquilleo que mueve al sujeto, que moviliza su pensamiento.
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