En ocasiones las personas vamos caminando por el mundo y, cuando menos lo esperamos, nos encontramos con nuestro Yo. Nos percatamos de que yo no soy una cosa, no soy “Dios”, ni piedra, ni vegetal, ni silla, etc.
En definitiva, este individuo vive una enajenación respecto al mundo, se distancia de él, hace epojé, pone la realidad, esto es la cultura y la historia, en suspenso, la vive como algo extraño a sí mismo, descubre en definitiva el artifício de eso que llamamos realidad, que es producto humano, que bajo su pies no hay más que vacío ontológico, que se halla suspendido en medio del abismo. La persona que vive esta experiencia se sale, aunque sólo sea por unos instantes, de la red simbólica humanamente constituida y que lo constituyó en un acto comprensivo original olvidado, a saber, ese momento del NO paterno que lo trajo al lenguaje, al universo simbólico. Esta persona entonces se percata de que es puro ser-ahí (Dasein) -que diría Heidegger-, que aquello que le es propio es el existir – etimológicamente, ex-sistir, estar a fuera de lo dado, de la realidad entendida como mera presencia- encontrarse arrojado al mundo, ser-en-el-mundo y, por tanto, estar inmerso, de-yecto, en una totalidad significativa, en un juego de posibilidades mundanas en que a cada paso uno decide acerca de lo que es y lo que no es, acerca de su poder ser, sin que nadie ni nada le preguntara a priori si quería o no jugar a dicho juego y sin que, además, pueda contar con nadie ni nada para decidir acerca de sí mismo, de su proyecto.
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