
Una noche de Febrero de 1600, Roma, plaza Campo di Fiore, en el centro prende una hoguera, su fuego consume el cuerpo de una de las mentes más inteligentes y maravillosas que hayan existido jamás. Giordano Bruno (1548-1600), quemadas sus obras por la Santa Inquisición, acallado tras los barrotes de las cárceles de la Iglesia durante más de diez años, negándose instantes antes de que prendiera su cuerpo a besar un crucifijo, quemado vivo en las llamas del fuego «santo y purificador», con la lengua atada a un palo para que no pudiera hablar.
Pero, para la Iglesia católica, apostólica y romana, con el Papa Clemente VIII al frente, ¿qué motivo justificaba tal condena? ¿a qué palabras se quería poner límites? ¿qué discurso se quería lanzar al abismo enigmático del olvido, al silencio eterno?

Además, defendió el genio de Bruno, basándose en la simple observación y la filosofía conocida en la época, que «el sol es una estrella y las estrellas son soles» por lo que debía haber infinitos mundos en nuestro Universo, idea esta última en línea con el materialista Epicuro. Asimismo la idea de la existencia de infinitas estrellas e infinitos mundos le permitía explicar la estabilidad relativa del Universo sobre la base de la teoría estoica de los vapores húmedos que alimentaban el fuego artístico, divino. De nuevo se encontraba aquí Bruno en conflicto directo con la doctrina oficial de la Iglesia, de tamiz aristotélico, que consideraba que sólo habia un único mundo identificado con el Universo y que en su centro, en la cloaca ontológica del ser, estaba la tierra y sus seres. La defensa de infinitos mundos era rechazada por la Iglesia por motivos religiosos, no filosóficos, pues la existencia de infinitos mundos conducía, según la autoridad eclesiástica, a tener que reconocer la existencia de infinitos Cristos, uno para cada mundo.

No es de extrañar que Bruno motejase el aristotelismo de su época como pedantismo. La Iglesia tomó el aparato conceptual de Aristóteles como si de la realidad misma se tratara, constituyó el pensamiento del Estagirita en una metafísica sierva de la religión cristiana. Criticar, poner bajo sospecha, el aparato conceptual aristotélico, tal y como hacía Bruno, era arremeter directamente contra la religión y la autoridad de la Iglesia, contra las ideas que sostenían su poder. Pero si los conceptos de Aristóteles eran la realidad misma y, por tanto, más allá de la luna todo era divino, eterno, incorrompible, quinta esencia... ¿Qué sucedió cuando en 1572 Tycho Brahe observó el nacimiento de una nueva estrella? ¿Qué pasó cuando se produjo una nova y, además, se comprobó que estaba situada más lejos que la esfera lunar? ¿No era el Cielo un ámbito de lo eterno en el cual no podía haber generación ni corrupción alguna? Una opción era cambiar los conceptos contra viento y marea, aunque éstos sirvieran para alicatar el poder eclesiástico, aunque se rompiera con la representación del mundo de entonces, otra opción era recurrir a escatologías de diversa índole para sembrar el miedo y someter el pensamiento a la oscuridad de las supersticiones, en la tiniebla de la superchería. La Iglesia siempre fue y sigue siendo amiga de esta última opción, le agrada esa pulsión de muerte que supone recurrir al infierno, a los castigos divinos, etc. para negar la vida. Se mostró también enemigo de este proceder terrorífico Giordano Bruno: «El infierno no existe pero es el temor infundado de que existe lo que hace del infierno un realidad». Hay de nuevo en esta manera de pensar una similitud a Epicuro, el de Samos afirmaba que los dioses permanecen ociosos, sin entrometerse en los asuntos humanos ni ocuparse de estructurar la naturaleza. Ambas actitudes, la de Giordano y la de Epicuro, se definen por un rechazo contra las representaciones de la realidad, las ideas, etc. que se alzan para provocar el miedo, el terror y el sufrimiento. No obstante, Bruno, a pesar de mostrar su rechazo a las visiones escatológicas como Epicuro, se decanta - tal y como hemos visto, en línea con el estoicismo- por una divinidad inmanente que es principio organizador del Universo. La divinidad de Giordano Bruno, por tanto, no permanece plenamente ociosa como en el caso de Epicuro.

Bruno con su actitud consecuente hasta el final, con su negación a rectificar aún sabiendo el destino ígneo que le esperaba a manos de los sacerdotes, con su negativa a someterse a la autoridad y el miedo, se convirtió en ejemplo, en paradigma, de intelecutal que defiende la independencia del pensamiento y la filosofía frente a la religión y el poder. Quizá esta actitud de Giordano Bruno debería ser reconsiderada por muchos intelectuales a día de hoy, aún corriendo el riesgo de ser considerados «locos» como el nolano. Todo aquél que rompe con el discurso hegemónico, con la ideología dominante, ha sido siempre visceralmente atacado por los que detentan el poder en nombre de intereses mezquinos. Acaso, a lo largo de la historia, no se ha demonizado, como antes a Giordano Bruno, a Robespierre, Zola, Lenin y tantos otros... Qué intención hay tras la acusación de locura sino la de someter toda voz a la gramática del poder. Ese no avenirse a la gramática, a la ideología dominante, fue el motivo de fondo que impulso a la Iglesia a condenar al genio de Giordano Bruno.
Nota: Para acceder a estudios de gran profundidad acerca de Giordano Bruno recomendamos encarecidamente los libros del profesor Miguel Ángel Granada: «Universo infinito, unión con Dios, perfección del hombre» y «La reivindicación de la filosofía en Giordano Bruno». Ambos libros editados en Herder.
No hay comentarios:
Publicar un comentario